TRINITARIO GONZÁLEZ DE QUIJANO FALLECIÓ DE CÓLERA UN 15 DE SEPTIEMBRE

Autora: Consuelo Jiménez de Cisneros.

El 15 de septiembre de 1854 fallecía, contagiado de cólera, el gobernador civil de Alicante Trinitario González de Quijano. Personaje legendario cuya memoria se ha conservado en la olvidadiza ciudad levantina, aunque muchos todavía no sepan que el parque llamado Panteón de Quijano es, en efecto, una tumba que alberga sus restos. Siempre vale la pena recordar y honrar a aquellos personajes que lo dieron todo por sus semejantes, incluso la vida. Personajes ejemplares que nos muestran un ideal: el de seguir el camino del bien, de la honradez, de la generosidad. González de Quijano debería ser canonizado (fue un mártir laico sin ninguna duda) y ser nombrado patrono de los políticos en general y de los gobernadores en particular.

Para conmemorar su efemérides, recupero un texto escrito hace casi veinte años con motivo de otra extraordinaria conmemoración: el centenario del Quijote. En aquella ocasión, propuse a colegas, amigos y alumnos hacer una publicación colectiva titulada «Otros Quijotes». Y mi aportación fue esta que transcribo a continuación.

HISTORIA VERÍDICA DE UN QUIJOTE ROMÁNTICO: EL GOBERNADOR GONZÁLEZ DE QUIJANO.

Llamamos «quijote» a la persona cuya conducta nos asombra por su idealismo y entrega a los demás, por su lucha contra circunstancias superiores a sus fuerzas. Siguiendo esta definición, podemos calificar con justicia de «quijote» al que fuera gobernador civil de Alicante a mediados del siglo XIX, don Trinitario González de Quijano.

Su segundo apellido, que él utilizaba siempre en su firma, es el mismo con el que Cervantes bautizó a su héroe literario, tras varias vacilaciones: quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba Quijana, pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad. El hidalgo cervantino acabó llamándose Alonso Quijano, apodado el Bueno por sus convecinos debido a su bondad de carácter, como se señala en el último capítulo de la novela: que ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Esta es otra semejanza con nuestro personaje, y nosotros tampoco nos saldremos un punto de la verdad al contar la heroica aventura del gobernador Quijano, pues nos basamos en documentos y testimonios históricos comprobados.

Don Quijote hubo de enfrentarse con fuerzas superiores a las suyas que acabaron siempre vapuleándolo; también nuestro Quijano hubo de habérselas con un terrible gigante que lo zarandeó inmisericorde hasta la muerte: la epidemia de cólera morbo de 1854.

La realidad de este personaje histórico nos demuestra que, en efecto, pueden existir «quijotes» de carne y hueso, personas comprometidas con sus semejantes y con altos ideales hasta dar la vida por ellos. Si don Quijote decidió armarse caballero para el aumento de su honra como para el servicio de su república, el gobernador Quijano aceptó el difícil puesto político que se le asignaba en las terribles circunstancias de una mortífera epidemia, guiado solo por su sentido de responsabilidad y su afán de servicio al pueblo.

Don Trinitario González de Quijano era de origen vasco, pues había nacido en Guetaria (Guipuzcoa); su nombre propio no resultaba corriente en Alicante. Sin embargo, tras su fallecimiento, hubo muchos niños, especialmente en los pueblos de la provincia, a los que sus padres pusieron ese nombre como homenaje a su recuerdo. Decían que, de ese modo, cuando alguien preguntara el porqué del nombre de sus hijos, ellos contarían la historia de quien lo inspiró.1

Antes de venir a Alicante, el gobernador Quijano había desempeñado varios cargos públicos en los que dio muestras de una honradez y capacidad fuera de lo común. Uno de sus anteriores destinos fue Canarias, donde dejó magnífico recuerdo, en palabras de un cronista: (su) despedida de aquellas islas solo puede compararse a la de Carlos III de Nápoles.

Quijano estaba casado y tenía una hija adolescente. En el momento de ser destinado a Alicante, en agosto de 1854, su mujer y su hija residían en Málaga y él se hallaba en Madrid. Destaca la rapidez con que efectuó el viaje de Madrid a Alicante en cuanto obtuvo su nombramiento, espoleado por la dramática situación que vivía la ciudad levantina: solo tardó treinta y seis horas, lo que, teniendo en cuenta los medios de transporte de la época, parece un récord. Llegó a Alicante el día 22 de agosto de 1854.

Se encontró con una ciudad sumida en la desesperación y la ruina, debido a los estragos del cólera. Solo el buen tiempo y el sol constante podían alegrar la vista; pero los comercios estaban cerrados (Quijano ordenó reabrirlos); muchas personas, incluyendo autoridades y clérigos, habían huido; la mortandad diaria alcanzaba cifras escalofriantes, hasta el extremo de que se cuenta que solo se oían por las calles los golpes de los carpinteros construyendo ataúdes, tarea en la que trabajaban día y noche, porque no daban abasto para atender los pedidos. En menos de un mes y medio, del 15 de agosto al 24 de septiembre, se enterraron más de dos mil cadáveres en los cementerios alicantinos. Los peores días fueron del 23 al 30 de agosto, en que cada jornada se sepultaban más de cien fallecidos.

La terrible epidemia había entrado por el puerto, proveniente de alguna persona contagiada que viniera de Oriente. El levante español, dada su condición de vía de paso abierta al mar, fue sacudido en numerosas ocasiones a lo largo del siglo XIX por estas plagas, que solo cesaron en el siglo XX gracias a la mejora de las condiciones higiénicas.2

En Alicante esperaban a la nueva autoridad algunas personas que le apoyarían en su tarea, entre ellas el cronista Juan Vila y Blanco, funcionario del Ayuntamiento, que escribió el único libro que conocemos sobre nuestro personaje, un libro que su autor vendió barato, a cuatro reales de vellón el ejemplar, a fin de que cualquier alicantino, por modesta que fuera su condición, pudiera adquirirlo. El libro lleva una dedicatoria dirigida al gobernador Quijano con ese lenguaje decimonónico que, aunque pasado de moda, conserva su encanto: A la inmortal memoria de sus virtudes, su admirador y fiel amigo; y un lema: Honor al que obra el bien.

Este libro se titula Últimos días del Excmo. Sr. Don Trino González de Quijano, gobernador civil de Alicante, y apareció publicado inmediatamente después de la tragedia. En efecto, fueron sus últimos días, porque no había cumplido un mes en el ejercicio de su cargo cuando el gobernador Quijano murió contagiado.

En los veinticinco días que vivió en Alicante, demostró tal sangre fría, tal capacidad de organización, tal generosidad, tal eficacia, que, a las dos semanas de su llegada, ya su labor había llegado a oídos de la reina, Isabel II, quien le propuso la concesión de la Gran Cruz de Isabel la Católica. Quijano replicó que, si la tal Cruz llevaba aparejada alguna cantidad de dinero, la aceptaba gustoso, pues necesitaba todo el dinero que le fuera posible reunir para atender a los damnificados, y, en especial, a los más pobres, a los que visitaba y cuidaba con una enorme humanidad y ternura.

Hay que tener en cuenta que, en esos pocos días, aquel hombre ejemplar había gastado de su propio peculio ocho mil reales, lo equivalente a medio millón de pesetas (o unos tres mil euros de hoy), es decir, lo que constituía su dinero de bolsillo en aquel momento. Todo le parecía poco para atender dignamente a los afectados y luchar contra la enfermedad.

No sólo se ocupó de la ciudad: como la provincia también estaba infestada, la recorrió preocupándose de que en cada lugar, por pequeño que fuera, hubiera la atención médica precisa y un control por parte de alguna autoridad que evitara abusos y desórdenes. A la vuelta de uno de estos viajes, el pueblo de Alicante lo llevó en hombros hasta la sede del Gobierno Civil, sabedor de que tenían entre ellos a un héroe y un santo. Santo que nunca ha sido canonizado en los altares, parece que por dos circunstancias: su condición de liberal y su enfrentamiento con el obispo de Orihuela, al que prácticamente ordenó que se presentara en Alicante en cuarenta y ocho horas para colaborar en la atención material y espiritual a los moribundos. Este episodio, su enfrentamiento con la iglesia local, merece párrafo aparte.

Al poco tiempo de llegar a Alicante, el gobernador Quijano le escribe a su Eminencia dos cartas, porque la primera de ellas no obtiene respuesta; en ambas misivas solicita ayuda económica del Obispado para las necesidades más perentorias y denuncia la huida de aquellos clérigos y sacerdotes que dejaron sus parroquias y capellanías temerosos del contagio. Esta actitud le parece a Quijano inadmisible en personas que, por su vocación, deberían entregarse en cuerpo y alma a sus feligreses y no abandonarlos cuando más los necesitan.

La respuesta del Obispado fue muy fría. El Abad Penalva, que lo era a la sazón de la con-catedral alicantina de San Nicolás, en vez de contestarle personalmente, respondió con un artículo en la prensa donde afirmaba que el servicio religioso estaba cubierto y que incluso habían llegado cuatro sacerdotes forasteros para mejorarlo. Por supuesto que sus datos se referían solo a las parroquias atendidas, pues no todos los sacerdotes huyeron, como puede suponerse; las más céntricas (San Nicolás, La Misericordia y Santa María) estaban habitadas, pero olvidó mencionar las vacías.

Hasta el 1 de septiembre no entró en la capital el Obispo. Por fortuna, traía un donativo de 10.000 reales, que sirvieron para paliar los males de la epidemia, pues esta había significado también carestía y hambre. Ante la gravedad de la situación, Quijano escribe en un diario nacional pidiendo ayuda para Alicante a todo el país.

El ritmo de vida del gobernador Quijano durante aquellas fatídicas semanas sorprende, por la cantidad de viajes por la provincia que efectúa y el alto número de textos que escribe. Apenas dormía, pues no tenía tiempo para el descanso. Cuentan que solía echarse un rato en el sofá de su despacho para luego seguir trabajando, atendiendo visitas, repartiendo instrucciones, preparando sus salidas, visitando enfermos en los hospitales y en las casas, redactando sus numerosos comunicados, bandos, etc., en los que dictaba las órdenes adecuadas para combatir la epidemia y, al mismo tiempo, para consolar y animar al pueblo. Aun en esos difíciles momentos, cuidaba su estilo literario a fin de que resultara exacto y elegante, pulía la frase hasta que la encontraba a su satisfacción.

En sus decretos y bandos encontramos cómo organizó hospitales donde no los había, y con ellos la asistencia médica precisa; suprimió el cordón sanitario, que no resultaba eficaz y dificultaba la comunicación entre los pueblos; se ocupó de los suministros, de modo que la población no solo no careciera de alimentos, sino que los pudiera adquirir a un precio razonable: para ello, combatió la especulación que había brotado aprovechando tan penosas circunstancias; incluso llegó a imponer la gratuidad para los medicamentos contra la epidemia, que los pagaría el Estado, y para ciertas bebidas beneficiosas que consumían los enfermos, como la horchata de arroz, la cual debía servirse día y noche de manera libre y gratuita.

Habilitó una guardia médica constante en el Ayuntamiento, que cubría las horas de la noche, así como un reservado en una iglesia próxima, donde habría siempre el servicio necesario para administrar la extremaunción a los moribundos que lo solicitaran. Y en fin, acudió al cementerio para verificar que los enterramientos se hacían observando las medidas precisas de higiene y salubridad.

No se limitó a sus funciones, sino que prestó asistencia personal a los enfermos, visitándolos e incluso ayudándolos a bien morir. Se cuenta que muchos morían en sus brazos, sin que él manifestara jamás la natural repugnancia que producen los efectos de esta enfermedad, caracterizada por vómitos y diarrea. Si hacía falta, se ocupaba, en unión de sus acompañantes, de amortajar a los cadáveres. Se dice que, aunque podía encargar a otros que realizaran todas aquellas tareas, él las ejecutaba para dar ejemplo y para consolar a las familias de los fallecidos.

No todos morían: también salvó a muchos otros con sus órdenes oportunas, su previsión y su generosidad. Se ocupó en especial de los más humildes, sin olvidar las cuevas que existían detrás del monte de Vistahermosa, donde habitaban familias en condiciones absolutamente miserables; si a la enfermedad se une la pobreza, es fácil imaginar la situación desastrosa que Quijano encontró en aquella barriada.3

Uno de sus objetivos era levantar la moral del pueblo, y ello lo hacía no solo con sus bandos, en los que siempre encontramos frases de aliento y optimismo en medio de la tragedia, sino organizando procesiones donde la población pudiera sentirse unida en el dolor y consolada por la religión; también prevé actos institucionales e incluso fiestas, en el momento en que la epidemia parece disminuir. Autoriza una carrera de novillos, con la particularidad de que señala que los novillos no han de sufrir agresión alguna, no podrán ser montados ni golpeados y deberán llevar una cuerda lo bastante larga como para no sentirse oprimidos: un ejemplo de la sensibilidad moral de este gobernador, que no consentía el daño ni para los animales.

Su fama de honradez era tal, que numerosas familias y personas particulares le confiaban sus bienes ante el fallecimiento inminente, y así acumulaba caudales, cofres, joyas y toda clase de riquezas para su custodia.

El ejemplo del gobernador dio sus frutos, de modo que muchas personas: médicos, militares, comerciantes… mostraron un celo extraordinario y una capacidad de sacrificio fuera de lo común en el cumplimiento de sus obligaciones. A todos ellos les dio las gracias por su colaboración el gobernador Quijano en un emotivo bando de fecha 28 de agosto.

El primer síntoma de haber contraído el cólera lo sufrió en uno de sus viajes por la provincia, concretamente en Alcoy, ciudad extraordinariamente afectada por la epidemia; no hay que decir que los médicos desaconsejaban aquellas salidas, así como su constante contacto con los enfermos, a lo que él no hacía caso, estimando que aquella entrega total era su obligación como político y como persona. En Alcoy no quiso reconocer su mal y lo atribuyó a dolor de estómago, pero regresó a Alicante sabiendo que aquel sería su último viaje.

Cuando cayó enfermo de muerte, pidió que se le ocultara al pueblo la noticia para que no cundiera la alarma. Precisamente en aquellos momentos la epidemia en la capital parecía vencida y solo en algunos pueblos de la provincia se mantenía con toda su furia. Entre estos pueblos destaca Castalla, al cual Quijano tenía previsto acudir y no pudo hacerlo debido a su estado de salud, pero no dejó de preocuparse por aquella población. El cronista Vila cuenta que, en el delirio de la agonía, exclamaba: Que traigan mi caballo… quiero ir a Castalla… allí no hay médicos… no hay autoridades.

Hasta el momento de fallecer, conservó toda su lucidez. Era consciente de que se moría y también de que, al menos en la ciudad de Alicante, la epidemia estaba próxima a acabar, por la disminución drástica del número de fallecidos. Por eso dijo: Me siento desfallecer. Sé que voy a morir; pero muero contento, porque voy a ser yo el último de la procesión. Falleció con 47 años el día 15 de septiembre de 1854. Nueve días después, la epidemia había concluido.

No se puede explicar con palabras el sentimiento experimentado por los alicantinos tras su muerte. De entre las muchas necrológicas que se le dedicaron, prácticamente una en cada pueblo de la provincia y bastantes en periódicos nacionales, especialmente liberales, he seleccionado un párrafo del Ministerio de la Gobernación dirigido a la reina Isabel II, en el que se solicita la construcción de un monumento que lo recuerde. Es una muestra del estilo retórico propio de aquel tiempo, pero que no deja de conmovernos. Incluso podemos ver en él algunas expresiones quijotescas: misión tan noble como peligrosa, el valor de que dio tan señaladas pruebas, la embriaguez del combate en el campo de batalla…

He aquí el texto en cuestión.

Señora: dolorosamente afectado, vengo a dar parte a V.M. de la sensible pérdida que V.M. y el Estado acaban de sufrir en la persona de D. Trino González de Quijano, Gobernador Civil de Alicante. Dotado de un carácter verdaderamente evangélico y poseído de la misión tan noble como peligrosa que se le confiara, fue para aquellos afligidos habitantes, en el breve periodo de su mando, no su autoridad, sino un infatigable enfermero, un consuelo inagotable, un aliento vivificador, fue su segunda Providencia. Los atribulados pueblos le bendecían y bendecían a V.M. que les había enviado tanto consuelo en su orfandad. El valor de que dio tan señaladas pruebas no es, Señora, aquel valor que produce la embriaguez del combate en el campo de batalla; es el valor frío y sereno que marcha al peligro con la conciencia del riesgo, es aquel valor sublime que hizo inmortales los primeros siglos del cristianismo. Veía caer a su alrededor crecido número de víctimas diariamente, muchos despidieron en sus brazos el aliento postrero, y él seguía arrostrando con ánimo heroico los horrores de la muerte. La memoria de tan virtuoso patricio y excelente funcionario, debe, Señora, en sentir del ministro que suscribe, legarse a la posteridad de una manera pública e imperecedera, que recuerde los eminentes servicios humanitarios de que ha sido víctima.4

Durante los días siguientes a su fallecimiento, su cuerpo estuvo depositado en una parte del cementerio de San Blas, creado con motivo de la epidemia y que desaparecía un siglo después, en los años cincuenta del siglo XX. Pero no estaba en un lugar cualquiera, sino en el reservado al clero de la iglesia de Santa María, debido al piadoso respeto que inspiraba. Mientras tanto, aunque se había dicho que el gobierno financiaría un monumento conmemorativo, como los días pasaban y el dinero estatal no llegaba, los alicantinos de la ciudad y la provincia organizaron una suscripción popular y con ella levantaron lo que hoy se conoce como Panteón de Quijano, el último jardín romántico que queda en Alicante, situado entre la parroquia de la Misericordia y la plaza de Toros.

En ese lugar recoleto se levanta un mausoleo en piedra caliza, lamentablemente muy deteriorado por el tiempo, donde figuran los nombres de todos los pueblos que Quijano recorrió en su infatigable misión humanitaria, y también el de Castalla, el pueblo al que solo la muerte le impidiera acudir. Allí reposan los restos de este personaje inolvidable, el único ciudadano enterrado en un parque público de Alicante.5

Quiero terminar repitiendo lo que dije al comienzo: existen quijotes que nos devuelven la confianza en la bondad humana cuando dudamos de ella. Existen políticos honestos y entregados, capaces de darlo todo por el pueblo. No me cabe duda de que, si hubiera que proponer un santo patrón de los políticos, alguien ejemplar que sirviera de altísimo modelo, yo propondría al heroico gobernador civil González de Quijano, que honra el lema quijotesco, porque lo dio todo «para el aumento de su honra y el servicio de la república».

BIBLIOGRAFÍA.

-JIMÉNEZ DE CISNEROS Y HERVÁS, DANIEL, Huércal-Overa hace sesenta años. Memorias de un niño y comentarios de un viejo. Ed. de Consuelo Jiménez de Cisneros, publicada por la Universidad de Alicante en 2003.

-VILA Y BLANCO, JUAN, Últimos días del Excmo. Sr. Don Trino González de Quijano, gobernador civil de Alicante, Alicante, 1854. Ed. facsímil del Ayuntamiento de Alicante, 2004.

-Recuerdos y testimonios recogidos por transmisión oral de Miguel Jiménez de Cisneros y Goicoechea.

Consuelo Jiménez de Cisneros

Alicante-Luxemburgo, 2004-2005

1 Personalmente, he conocido a tres Trinitarios: uno, médico de la Algueña (Alicante), era el mejor amigo de mi abuelo; los otros dos han sido compañeros de estudios y colegas que, a imitación de Quijano, abreviaban su nombre en Trino, nombre, insisto, poco frecuente pero que, como se ve, ha llegado hasta nuestros días.

2 Mi abuelo paterno hubo de huir en su juventud de una de estas epidemias de cólera morbo, la que se declaró en la región murciana en 1885, refugiándose en una sierra donde pasó setenta días, como se cuenta en el Apéndice de su libro de memorias Huércal-Overa hace sesenta años…

3 Una barriada que yo conocí aún como marginal y que hoy ha sido convertida en un lujoso centro comercial.

4 VILA Y BLANCO, JUAN, Últimos días del Excmo. Sr. Don Trino González de Quijano, gobernador civil de Alicante, Alicante, 1854. Ed. facsímil del Ayuntamiento de Alicante, 2004, pág. 101.

5 Quien esto escribe, pasó muchas horas de niña jugando al escondite entre la enramada y oyendo las emotivas historias que mi padre contaba cuando yo le preguntaba si era verdad que había un muerto en el centro del jardín y quién era aquel señor.

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