VIAJAR… ¿PARA QUÉ?

Autora: Consuelo Jiménez de Cisneros.

Ahora que el verano casi ha terminado, es cuando más apetece viajar. El otoño resulta una estación más propicia para el viaje por el clima, la disminución de número de gentes en lugares representativos, la bajada de precios de servicios turísticos… Afortunadamente se acabó la llamada «temporada alta». Un momento del año en el cual un número ingente de personas hace turismo. Esto suele consistir en un viaje durante sus cortas o largas vacaciones. La mayoría de la gente, como quien elige menú en un restaurante, decide destinos más o menos exóticos sin considerar que quizá resulte más fácil, económico y gratificante pasar la quincena playera en las Islas Canarias que en el Caribe, y que irse a conocer el Caribe sin conocer las Canarias parece por lo menos extravagante. Aunque tampoco se trata de conocer el Caribe, sino de decir que se ha estado ahí, de habitar un hotel con todos los servicios al pie de una playa. Yo sí estuve en el Caribe, pero no me fui a un hotel impersonal que podría estar en el Caribe o en la luna. Recorrí las poblaciones donde viven los auténticos habitantes del Caribe, comprobé con qué poco espacio y con qué pocas cosas se puede vivir idílicamente y que basta con un colegio y una iglesia para construir un pueblo. Esa sí es una experiencia de viaje que encuentro interesante; para la otra, cualquier hotel de Benidorm me basta y me ahorro el viaje transatlántico.

El viaje, que históricamente ha sido una forma de descubrimiento, una ocasión para la formación, una aventura o una exploración con razones científicas y humanísticas -no siempre ni solo comerciales-, de un tiempo a esta parte se ha convertido en una rutina casi obligatoria de ocio consumido compulsivamente por las masas. El turismo culto, que iba con el Baedeker primero y luego con la guía Michelin que acompañó mi año parisino, se ha reducido a grupos minúsculos y exclusivos que requieren de un bolsillo repleto para desplazarse en unión de especialistas capaces de dar una conferencia ante unas ruinas griegas o de conseguir entrada en los conciertos de Wagner en Bayreuth. El turismo masificado se apunta a viajes organizados o a cruceros del todo incluido y se dedica a fotografiar todo lo que se encuentra prefiriendo ver la realidad a través de la pantalla del móvil. Incluso en bastantes casos se practica esa forma ridícula del llamado «selfie» (autorretrato) que obliga a ir con un palitroque para dejar constancia, no se sabe ante quién ni para qué, de que se ha estado ahí. Con el riesgo fatídico de un accidente inclusive mortal, donde se ve bien cómo la estupidez a veces se topa con un castigo excesivo.

Ayer me encontré con un buen amigo que me confesó que no le gustaba viajar. Me pareció prodigioso. Hay que tener mucha personalidad para reconocer esa falta de interés por el mundo exterior perfectamente comprensible, pues no todos tienen vocación de Marco Polo. Pero el viaje se ha puesto de moda, y los habitantes de nuestro mundo todavía rico -quizá por poco tiempo- viajan coleccionando países como antes se coleccionaban sellos. No estoy hablando, naturalmente, de quienes viajan por motivos profesionales: de comerciales, de diplomáticos, de profesores desplazados a centros extranjeros o de solidarios médicos sin fronteras. Hablo de quienes viajan porque sí, y sin que los viajes sirvan para cambiarles la vida a ellos ni a sus anfitriones.

Yo he viajado por razones laborales. He salido de mi lugar de origen porque el Ministerio de Educación, en la época en que todavía había una honradez casi absoluta en las adjudicaciones de destino en el extranjero, me convocó por haber obtenido el número uno en unas oposiciones entonces nacionales (que jamás debieron dejar de serlo, porque la educación debería ser estatal y no autonómica) y me enviaron a hacer mi año de prácticas en el Liceo Español de París. Posteriormente me presenté a una especie de concurso oposición y me dieron plaza en Holanda, donde trabajé con el Instituto Español de Emigración y coordiné la educación española (incluidas las convalidaciones) en una zona al oeste de Amsterdam en la que todavía había un gran número de emigrantes españoles. En el quicio del siglo XX con el XXI volví a presentarme a unas duras pruebas para obtener la única plaza de Lengua Española de la Escuela Europea de Luxemburgo, institución que elegí para la formación de mis hijos a la vista del desastre educativo derivado de la LOGSE que tanto daño ha hecho a nuestra juventud, por sus absurdas metodologías y por sus cada vez mayores carencias, de todo lo cual quise salvar a mis vástagos. Mi última salida fue a Marruecos, donde viví la preciosa experiencia de trabajar en la promoción de la lengua y la cultura españolas y la espantosa vivencia de soportar un cruel acoso laboral, con la satisfacción de que siempre hubo algún ángel a mi lado para protegerme o para hacerme reír de aquellas situaciones en las que se veía bien claro hasta qué punto la mediocridad aborrece la excelencia. De todo lo cual hablaremos con más espacio en otros ámbitos, pues aquí se trata tan solo de hablar del viaje.

También he viajado por el placer de conocer, recorriendo las más cercanas y distantes geografías igual que se lee un libro. Viajes con familia, con amigas, con parejas, con hijos. Viajes por Castilla y por Escocia, por Malta y por la Palma (antes del volcán), por Dinamarca y Noruega y por Italia y Grecia, Creta incluida, y por Rumanía y Bulgaria, por Túnez y por Egipto, por el Benelux y por la costa normanda, por Alemania y por Checoeslovaquia (que ahora no sé cómo se llama) y por Austria y un poco de Suiza. La enumeración podría continuar. Hace tiempo que me preciaba de haber estado en todas las provincias de España. Pero también he cruzado el Atlántico en más de una ocasión. Mi inolvidable viaje a Nicaragua y mis viajes por Estados Unidos para visitar a mis hijos, que, invirtiendo la situación de cuando eran infantes y yo les llevaba a descubrir el mundo, se convirtieron ellos en mis guías y, desde Nueva York o desde Princeton, me mostraron Washington y Boston.

Todo esto viene de lejos. Mis padres nos inculcaron el gusto por el viaje como forma de aprendizaje de la vida y la cultura. Nos llevaron por España, Portugal y Francia en una época en que casi nadie salía fuera de su casa si no era viajante de profesión. Mi padre sacaba un kilométrico -no teníamos coche- y nos íbamos todos en tren cargados de equipaje, durante un largo y excitante mes de verano. Mi madre ahorraba todo el año para poder pagar los gastos de aquellos viajes. Mi abuela viajaba en primera clase gracias a la generosidad de mi padre mientras el resto de la familia íbamos en segunda, pero yo me escapaba a su vagón y me sentaba algún rato a su lado si había un asiento libre. Los recuerdos de aquellos viajes -junto con los ratos de lectura en la mecedora que daba a la ventana del salón- están entre lo más hermoso de mi infancia: la ciudad encantada de Cuenca, Santiago de Compostela (antes de que se popularizaran las seudo-peregrinaciones), Jerez de la Frontera, la «Estufa Fría» de Lisboa, la cueva milagrosa de Lourdes… el Madrid del zoológico en el Retiro y del Museo del Prado donde yo veía a solas las Meninas, sin que nadie estorbara en la sala donde entonces se guardaba, más que se exhibía, aquella obra misteriosa que parecía prolongar el espacio.

El poeta Kavafis, divulgado gracias al cantante Luis Llach, escribe en su Viaje a Itaca:

Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.

No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.

Y mucho antes, don Francisco de Quevedo aseguró: No mejora quien cambiar de lugar pero no de vida y costumbres.

Dicho lo cual, solo queda desear que nuestros lectores hayan tenido unas felices vacaciones y hayan disfrutado de sus viajes veraniegos.

Versión del poema de Kavafis sacado del blog de viajes «Las sandalias de Ulises«.

Fotografía de Teresa Santana. Consuelo Jiménez de Cisneros en uno de sus viajes de descubrimiento por la costa de Granada.

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