LOS LATIDOS DEL CORAZÓN

Autora: Consuelo Jiménez de Cisneros.

Soy mujer, agnóstica en religión, desencantada en política -coincido en ello con las memorias de mi abuelo-, madre de dos hijos, sin ningún aborto en mi haber, no formo parte de ninguna asociación ni partido y defiendo los derechos de las mujeres, de los homosexuales y de cualquier colectivo humano que requiera defensa -siempre y cuando la defensa no implique ataque o menoscabo a otros colectivos-.

Dicho lo anterior, declaro que soy partidaria del aborto cuando sea necesario para garantizar la salud y la vida de la madre o cuando haya malformaciones del feto que lo justifiquen. En el caso de una violación, el protocolo médico debería establecer una intervención inmediata que garantice que no habrá embarazo, ya que la salud de la madre no es solo física, sino también mental, y nadie debería estar obligada a llevar a cabo una gestación producida de forma violenta.

Un aborto debido solo a la decisión de la madre por razones que no sean las anteriores es, en mi opinión, un crimen. Un asesinato sin paliativos de un ser en proceso que pertenece a la especie humana, que no es una cucaracha que se aplasta ni una mosca que se espanta porque nos molesta. Es interrumpir un proceso de la naturaleza tan digno de ser respetado como la respiración o la digestión. Contraviene las leyes más elementales de la ética humana universal que ordena no matar, respetar la vida. Y contraviene una ley de la biología que consiste en permitir al ser humano que un proceso saludable que se produce en su cuerpo llegue a buen término.

Que una sociedad considere que el derecho al aborto libre e injustificado es un avance legal a favor de la mujer muestra bien a las claras la clase de sociedad enferma y errática en que vivimos. Esta radical falta de principios acabará pasándonos factura (ya lo está haciendo) y no voy a ser más explícita. Acaba de aprobarse una ley infame que permite el crimen de un ser inocente y que se presenta como un avance social y feminista. Esta es la noticia.

He conocido a mujeres que han abortado y ninguna de ellas se sentía especialmente feliz por haberlo hecho. Conozco, por testimonio directo, el atroz procedimiento de destrozar a un feto introduciendo agujas en el vientre de la no madre. He ofrecido ayuda a alguien que quería abortar y he acogido en mi casa a alguien que había abortado. Una mujer que aborta es una criatura enferma a la que hay que ayudar. Enferma del alma, por la decisión que ha tomado, y a veces del cuerpo que se rebela contra esa intervención forzada en un proceso natural.

Hoy en día, en nuestra sociedad «avanzada» en tantos conceptos, es muy fácil para la mujer controlar su fecundidad. No soy partidaria del aborto, sí lo soy de los métodos anticonceptivos que permiten a la mujer decidir cuándo ser madre y cuándo no serlo. Pero si el azar te pone dentro del cuerpo un hijo, o por decirlo sin connotaciones emocionales: un ser humano que te necesita para existir, no acabes con él. Y en fin, por qué no, escucha los latidos de su corazón antes de tomar la decisión de matarlo o de dejarlo con vida.

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