LA SOLEDAD DE NOVIEMBRE Y ERNESTINA DE CHAMPOURCIN

Por Francisco Mas-Magro y Magro.

La soledad es un sentimiento pegajoso del que intentamos zafarnos y, ¡ay!, muchas veces no podemos. Silenciosa, casi zalamera, fría. La soledad.

¡Qué pocas veces conseguimos bloquear su intención de entristecer la vida! Me refiero a la soledad no buscada, aquella que nos viene sin llamar y se siente como un vacío.

No sé por qué, al pensar en la soledad, me viene a la memoria el mes de noviembre. Un mes que podríamos pintar del color de las violetas. Noviembre y muerte. Noviembre y tristeza. Noviembre y un panorama de niebla y frio. Noviembre y el despoblado sentimiento de la ausencia.

Y ya no me pregunto, qué es la soledad, porque la he escrito y reescrito; la he cantado y vociferado en tertulias y pláticas. Porque la he sentido y porque se presenta sin llamarla. Mejor no mentar al lobo en la casa de los cerditos.

Sin embargo, la soledad es un sentimiento unido a la creación, a la imaginación, y estos también visten de morado. O, ¿ya hemos olvidado la confusión de la pandemia? Morada. Qué curioso, igual que el lujo y la belleza. ¡Absurdos contrastes! Mas, que fructífera esa soledad obligada y extendida. Cuánta cultura fluida de la aceptada condición de esa pasiva existencia.

Me obsesiona Ernestina, una mujer morena, hermosa, de ojos negros y frente despejada. Mi sensibilidad de poeta se ha enamorado de sus cartas y sus poemas, de su frente abierta, de esa mirada que lanza hacia lugares imposibles de alcanzar. De su vida aristocrática y retirada de sus propios principios. Mujer curiosa, sin duda, trascendente.

Ernestina. Ella sí buscaba la soledad en su adolescencia. Siguió añorándola en su juventud. Y, sin quererlo, la encontró en la madurez de su vida. Una soledad adquirida a causa de la intolerancia de otros. Mujer descubierta del veintisiete. Mujer sin sombrero, moderna y libre.

¡Ay, los colores! La libertad se mal vistió de rojo. Rojo, color de las emociones intensas, de la pasión. También de la vergüenza y el engaño. La libertad se vistió de engaño.  La represión de azul. Azul, color de la confianza, de la inteligencia, la lealtad, y la seguridad. Mas, también, del miedo, la tristeza y el destierro.

La paz no se viste con color alguno, escoge el blanco que es una artimaña producto de mentir con todos los colores de la vida.

El amarillo nos acerca a la alegría. El verde, a la esperanza. ¿Y Ernestina? ¿Por qué la veo del color de la amargura?

La vida la encadena a la historia. La dolorosa historia del encuentro entre el rencor y el fanatismo. Una epopeya, una triste elegía con versos de odio, rimas de oscuridad y miseria. Y es el destierro la senda más segura. Como los caminos obligados de Juan Ramón, de Cernuda, tal que Machado o Rosa Chacel.

Quiere llenar su vida con el amor de Domenchina y, por más que desee verla feliz, me sigue impresionando que su soledad persiste aún con el corazón abrazado. Cruces del exilio.

No me pueden quitar la primavera
en que mi juventud ha florecido
ni el otoño o sazón en que me muera”.

Es Domenchina, su amado esposo, quien escribe estos versos y es su fiel compañero. Y lo que dicta el ánimo de Juan José, Ernestina lo siente, porque se los ha escrito en el alma. Los ha grabado en su corazón de mujer inteligente y sensible.

Tantos años de infancia y tantos sueños de juventud, vivos en el espacio del destierro, que es un tipo de odiosa soledad que otros nos imponen.

Juan José abandonará a Ernestina un día de octubre, en aquel Méjico generoso de 1959. El otoño lo entregó al sueño eterno. Disfruta, al fin, del espacio de libertad inacabable.

Y llora Ernestina:

Se hundió inútilmente
la red de tus palabras,
en el cauce sereno y limpio
de mi alma.

Y la dulzura de la vida, pregunto ciertamente triste, ¿también marchó con él?

El amor de Ernestina por Juan José Domenchina lo escribe:

Puliré mi belleza con los garfios del viento.
Seré tuya sin forma, hecha polvo de aire,
diluida en un cielo de planos invisibles”.

La muerte y la desesperación de la soledad en el destierro. ¡Tantos huidos, tantos expatriados, tantos muertos! La tierra de Méjico no es suficiente para albergar tanta desdicha.

Todos de allí. Sí, todos.
Los muertos y los árboles
la tierra insuficiente
y que se va estirando
hasta lo inverosímil”.

Y aquí la Fe como asidero. Ernestina gotea en toda su obra un optimismo propio de mujer que se aferra a la creencia en un Dios que proveerá, que reside en otro lugar y que es calma.

La eternidad es un espacio misterioso que, en su pensamiento, pudiera ser aquel de la paz donde la desdicha no fuera posible.

Un ramo de esperanza
acaricia las puertas que duermen
todavía.

¿Y es posible nacer cuando
todo se acaba?”

Un optimismo intelectual que se deja vencer por la soledad y la tristeza que de ella brota. 

Ese frío cansado y esas tardes sin nadie,
ese llegar la noche sin dádiva de estrellas,
ese enorme vacío,
ese ir y venir de una amenaza oscura”.

Ernestina pregunta al mismo viento, a las estrellas, a Dios, a ella misma. Ernestina se pregunta:

¿A qué otoño nos lleva?”

Con su lógico lamento:

Hay tardes con un sol
que nos florece el frío”.

Ernestina regresa a España en 1972 y comienza un nuevo y extraño exilio. Otro exilio, ahora en sus raíces. La adaptación a su propio país, que escribe en su libro “Primer exilio”(1978).

¿Y ahora qué, y hacia dónde?
Todavía hay quién mira
nervioso el cielo claro.

La soledad de la propia soledad, en el lugar donde la soledad nunca había existido. Más la que le procura la vejez con su invasión de ruinas. Como su memoria que resguarda, como un tesoro, una vida casi olvidada. Quizás retales de aquellos lugares en los que había sido feliz de niña y de joven; de ese norte que aún recuerda; de esa sociedad que parecía amonestar, casi como una incoherencia, cuando adolescente. En sí, como consecuencia de una rebeldía a una educación de etiqueta cuyo rechazo no disimula. Y no fue timidez de niña bien, de preciosa niña de ojos grandes y negros, que fue un terco manifiesto de libertad, como mujer y como escritora.

Y se encierra en la poesía.

Todos van, todos saben…
Solo yo no sé nada.
Sólo yo me he quedado
abstraída y lejana,
soñando realidades,
recogiendo distancias.

Y de sus soledades brotaDel lado de la Luz”.

La poeta demanda de la memoria para inspirarse y aquí nos aparece la Ernestina real.

Y leemos el vacío, el conocimiento progresivo de que las cosas mueren. Incluso ella misma.

Esa frustración que brota de una verdad física -la poeta ya no puede ver ni oír. Está ahora ciega y sorda-. Por eso, no experimenta sensaciones nuevas y sólo encuentra la nostalgia.

No hace falta ser un experto grafólogo para adivinar, desde su letra, que era eso lo que transitaba por su alma. Y en el curso de este libro vamos leyendo, y observando, sus añoranzas, memorias, pensamientos.

La letra habla de una mujer fuerte, luchadora, con una gran energía emocional. Una mujer tranquila y segura, pero desanimada. Fatigada. Me atrevería a decir, vencida.

Ernestina quiere esconder sus emociones negativas, ella que ha sido una mujer resuelta.

Al final de la tarde
Dime tú ¿qué nos queda?”

Y la Fe, esa a la que recurre en el exilio, se percibe en sus versos:

Y será nuevo el mundo,
nuevo y tan tierno
como un brote de sol
en primavera.

Porque al fin y al cabo, al llegar noviembre, mes que invita a la nostalgia, Ernestina se arropa en su remembranza como siempre y se siente:

Creciendo, sí, creciendo
como el chopo en la orilla
del río que no muere…
y lo que sólo vive para la eternidad
día a día, palmo a palmo”.

Noviembre con la soledad de Ernestina.

Foto: wikimedia commons, cedida por Diario de Madrid.

error: Content is protected !!
Este sitio utiliza cookies para ofrecerle una mejor experiencia de navegación. Al navegar por este sitio web, aceptas el uso que hacemos de las cookies.