LA CAZA DEL LOBO BLANCO

Autora: Silvia Otero Rodríguez.

Era el invierno más duro desde que nació mi abuelo. Cuando su madre lo llevó a inscribirlo en el registro, el funcionario no pudo anotar en él su nombre porque la tinta del bolígrafo se le había congelado. Por eso, en lugar de Wolfgang, se llamaba solo Wolf.

Él me enseñó a pescar haciendo un tajo en el suelo, a no llorar porque el frío helaba allí hasta las lágrimas, y a raspar los carámbanos para conseguir agua cuando las cañerías vomitaban cilindros helados por la garganta. Además —me contó un día—, si uno allí se moría, tenía que avisar antes para que lo trasladaran. En esas tierras tan duras no se cavaban tumbas, porque ningún cadáver llegaba a degradarse.

Su infancia se resumía en esa especie de mantra que repetía los domingos, cuando la abuela se calentaba en misa y él se sentaba a fumar delante de aquel trofeo que le había convertido en héroe.

Lo astuto no es nacer lobo. Sino nacer cordero y aprender a disfrazarse.

Ese día de febrero, los espejos de las calles crujían al hacerse añicos bajo el peso de mis botas, la niebla cristalizaba como azúcar en la acera y el cielo estaba teñido de un denso azul ultramar. Yo iba directo al pub, que ese día era de madera y no de chapa amarilla, por las ramas arrastradas en el último vendaval. Desde que era un crío y mi abuelo me contaba cómo había cambiado todo al conseguir ese premio, había estado preparándome. Ahora, con veinticuatro, iba a participar.

Creo que mejor lo de siempre.

Aparté el vaso de ron y esperé a que el camarero coronase la cerveza con varios dedos de espuma. Gruñí tras el primer trago. La malta me supo amarga, como el ambiente del bar. El silencio de la nieve se colaba por las grietas y las personas que esperaban el inicio de la prueba parecían espiar al resto con suspicacia, tensando sus escopetas. Por un momento deseé que alguno de los demás apretase el gatillo para salir corriendo. Pero no se movieron, y yo estiré la columna para alcanzar la barra, sintiéndome un poco inquieto.

¿La caza empieza en el bosque?

Ahí es donde comienza —incluso el camarero tenía la barba distinta, como si fuera más lisa después de toqueteársela para aplacar los nervios. Salí de nuevo al exterior y encendí un cigarrillo, dando una calada rápida. El humo allí también se congelaba deprisa.

Ten cuidado —Leslie apareció de golpe, con los labios escarlata, el abrigo de pluma cerrado hasta la garganta y los cabellos tan negros y pesados como el cielo.

He estado entrenando.

Solo los mejores ganan.

Pronto estaré de vuelta.

Su beso me manchó la mejilla, y cogí un poco de nieve para borrarlo de allí. Cuando abrí el guante de piel, vi que esa escarcha usada se había teñido de rosa.

La caza del lobo blanco solo se celebraba una vez cada diez años, cuando el invierno era tan frío que mataba hasta a los cerdos, dejando sin alimento a los propios habitantes. Entonces se permitía. El evento atraía a los mejores batidores y las orillas del bosque se llenaban de personas que acudían a mirar. Solo había una norma; un lobo por cabeza. No se debía cazar más. Solo lo suficiente para sobrevivir durante un invierno más.

Cuando Leslie se marchó a la línea de salida y yo dejé de notar el tacto del cigarrillo, entré de nuevo en el bar. Ya se repartían las pieles. Vi cómo Jack agarraba la suya con fiereza y al volverse me dedicaba una sonrisa insolente.

Estúpido matón —murmuré para mí mismo.

Tomé mi piel asignada, que era la número cinco, y me la puse encima. Si uno pretendía cazar un ejemplar de lobo ártico debía camuflarse bien, llevando ese traje hecho de cuero y pelo nevado. Yo, después de su muerte, conservé la de mi abuelo colgada en la habitación, porque verla me animaba a seguir entrenando.

Cuando salimos fuera, la gente ya se acercaba para ver la salida. Había madres con niños de mejillas encendidas que palmeaban sus manoplas y hombres con gesto fúnebre mirando hacia nosotros, como si hicieran apuestas por el mejor jugador. Debían de tener envidia. Miré a ambos lados y conté diez cazadores. En lugar de preocuparme la escasa participación, sentí ascender el ánimo que ese ambiente cenizo había enturbiado un poco… Sería más fácil ganar.

El bosque estaba tan húmedo que costaba respirar. Saqué un poco de aceite de una petaca colgada en mi cinturón de piel y embadurné mis rodillas para deslizarme rápido entre las ramas bajas. A los veinte minutos escuché un ruido fuerte, como si fuera un disparo. Las ramas de un abeto dejaron caer un nido sobre el camino de hielo. Después, otra vez silencio. Tuve un mal presentimiento, pero a pesar de ello seguí andando hacia delante. Todo era tan sigiloso que parecía que la nieve nos cazase a nosotros.

Casi media hora después, encontré algunas huellas y un rastro fino de sangre pegado a un tronco bajo. Habían herido a uno de ellos. Ése, seguramente, era el ruido que había oído. Con un suspiro de alivio, pensé que sería mejor seguir a ese animal herido, a ver si daba con él antes que su cazador.

Mejor que ser un lobo, debo ser un cordero disfrazado como tal.

A cada paso que daba siguiendo a la criatura, la sangre se hacía más fresca, hasta que formó charcos que salpicaban mis pies. El animal herido debía de estar muy cerca. Entonces oí su gemido, un quejido tan humano que me hizo detenerme. Unos segundos después, oí cómo un cuerpo pesado se desplomaba en la nieve. Era como si a la propia angustia se le hubiera roto el alma. Por un fugaz segundo me alegré de estar allí. El lobo estaba cazado.

Unas nubes de borrasca aullaron sobre la estepa mientras se organizaban. Yo aún seguía ahí parado, preparando mi arma para rematar al animal, cuando escuché unos pasos rápidos a mis espaldas. Si no hubiera sido imposible, habría dicho que ese hombre era mi abuelo Wolf. Me miraba desde lejos, con el mismo abrigo blanco que me fundía a mí a la nieve, y que a veces me ponía para animarme a entrenar. ¿Su gesto? De despedida.

¿Por qué que quisiste ser lobo?

Su rostro desapareció y fue la cara de Jack la que ocupó su cuerpo. Tenía heridas en la cara y las facciones contraídas en una mueca de odio. Su mano derecha se enredaba en el gatillo, dirigiendo su cañón hacia el centro de mi pecho.

Por cada persona un lobo… Esa es la única norma —y soltó una carcajada—. No sé si te dijo Wolf que hace mucho que esos animales se extinguieron por aquí.

Pero, ¡¿qué estás diciendo?! ¡La caza del lobo blanco lleva años celebrándose!

El que mató tu abuelo debía de tener tu edad… Igual que ese de ahí delante.

A pocos metros de mí, distinguí a otro cazador que se llevaba arrastrando a uno de los concursantes, tiñendo la escarcha usada de una despedida rosa.

Nota de la Redacción: este relato obtuvo el Premio de Narrativa del Ateneo del Colegio de Médicos de Alicante en 2022.

Ilustración: Pixabay editada por Consuelo Jiménez de Cisneros.

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