ESCAPADA LONDINENSE. DE LI . DI 8 A VAN GOGH

Autor: Francisco Mas-Magro y Magro.

Día primero

Partía el vuelo a las diez y diez de la mañana desde el aeropuerto Miguel Hernández de Alicante. Una compañía conocida. Normal: “Low Cost”.

El proyecto inicial era desayunar en la espera y comer en cualquier restaurante del centro de Londres. La demora se hizo cachazuda, gracias a la “congestión de vuelos sobre Europa” (dijeron los altavoces). La palabra mágica fue “delaged” y, como si fuera un sortilegio, cabeza agachada y un bocadillo de jamón y queso bien envuelto.

El “delaged” es un modo de referirse al “retraso” pero “en fino” y se prolongó más allá de la hora señalada al principio: “El vuelo con destino a Londres tiene un retraso de…” Es un tiempo dúctil y la paciencia hay que moldearla a este capricho.

El bocadillo de jamón estaba sabroso y cubrí la expectativa de la comida de mediodía, qué remedio. Mi ansiedad estaba en Londres y mi cuerpo en Alicante. Al menos, mantenía mi intención y mi futuro inmediato seguía proyectado hacia esa ciudad, dicen que capital del Reino Unido. De momento.

Eran las trece horas cuando subíamos al AirBus 320. “Buenos días” –a una señorita vestida de azafata y mirada aburrida-. “Gud monin” recalqué, por si acaso. Aún espero su respuesta. Busqué mi asiento (6A). Ventanilla “¡Válgame Dios!” “¡Perdón! ¿Le importaría a usted ponerse en ventanilla y dejarme el pasillo?” A un señor regordete. La mirada absurda delata que no me ha entendido. “Excuse me, would you mind exchanging my seat for yours?” Parecía estar deseando el cambio. No lo pensó dos veces. No le conté lo de mi próstata.

Pasó la azafata de rostro impávido. Sentí cierta inquietud. Cerraron las puertas. Sus ciento cuarenta y seis asientos cubiertos. “¡Abróchense los cinturones!” El tiempo de espera al permiso de pista. La voz gangosa y masculina del piloto, ininteligible. ¿Habla inglés? Me pregunté.

Mi amable vecino advirtió mi desconcierto. ”The pilot is Lithuanian, like the company that takes us to London. He speaks a somewhat “macarrónico” English”

¿Una compañía lituana? Ahora comprendía la impasible expresión de las azafatas. Observé el Airbus. Ninguna señal de la compañía en la que había realizado la reserva. No me había confundido. Simplemente, las necesidades del servicio. De su servicio. O quizás, la huelga.

El inglés con acento lituano, para alguien que a malas penas conoce el idioma de Boris Johnson, es un galimatías que suena a fárrago.

Mi compañero de viaje, en un chapurreado español, me iba relatando la aventura. “Un pequeño retraso de quince minutos, en espera de pista”. A los veinte: “Que se retrasa unos treinta minutos, por la congestión del cielo en Europa”. Y después de una hora y cuarto encerrados en el vientre del aparato un ruido tremuloso nos puso en alerta del inminente despegue.

Y mi claustrofobia sometida a las recomendaciones de mi psicólogo.

En la cabeza, el recuerdo de las recientes noticias en los medios: La autoridad aeronáutica de Europa señaló que por primera vez se registró, en el AirBus A320, un alarmante aumento en los casos de indicaciones de cabina poco fiables”.

Al fin, en el aire.

Eran las quince horas, cuando Gatwick se presentó a saltos.

Recordé aquel viaje en tren (locomotora de carbón) que nos llevó de Alicante a Granada. Diez y ocho horas insoportables que enervó nuestros adolescentes nervios de estudiante e impulsó el “asalto” a la locomotora. Han pasado cincuenta años y la sugestión se mantiene intacta. Entonces, el revisor nos detuvo en el último vagón y puso, con paciencia, el debido orden.

El “Gatwick Express Mobile” nos trasladó velozmente, ahora sí, a la estación Victoria, corazón de Londres. La voz metálica del vagón nos lo dijo: “Next station, Victoria Station”. En el trayecto, un pasajero, sentado frente a mí, leía el “The Morning Star”. En la primera, un alarmante aviso: “London: Red alert for a heat wave”. La bienvenida.

Al apearme del tren me encontré en el corazón de Londres. Un ordenado desconcierto rodeó mi despiste. Quise recordar “Asesinato en el Orient Express” de Agatha Christie, la estructura de la estación era la misma. Busqué a mi alrededor algún “gentelman” de bombín y paraguas, de “gudmonin y squismi”, me encontré con personas normales que corrían de aquí para allá, con un desconcierto muy ordenado. Una justa suciedad. Una morenez “undergroun” procedente de las colonias.

Las comunicaciones en la City son rápidas y relativamente cómodas, sorteando las aglomeraciones. Así que en un tiempo que me pareció no muy largo llegué hasta Earls Court. Trebovir Road esperaba a la vuelta. Eran casi las cinco de la tarde y precisaba una buena ducha. El hotel se dejó ver sin problemas. Un edificio típico londinense. Una escalinata de seis peldaños, guardada entre columnas.

No es que el hotel fuera muy cómodo, ya sabemos cómo son los albergues londinenses, pero la ducha caliente me compensó las estrecheces.

Ya repuesto, me lancé a la calle.

A la vuelta de Trebovir Road, caminando por una ancha acera que olía a cerveza y pizzas, fui a encontrar una muralla de ladrillo rojo, culminada en verja de hierro. Una entrada de arco, abiertas las puertas de 8 a 20, permitía el paso a un parque muy especial. Las lápidas y panteones se entretenían con el paso de ciclistas, el trotar de jóvenes, el grito de los niños jugando al escondite. El sosegado paseo de familias. Y la admiración que mi corazón sentía al observar cómo la muerte convivía con la vida en una igualdad respetuosa. Recordé el silencio de los cementerios de mi pueblo, coexistiendo con la soledad de los difuntos.

Había entrado en el Cementerio de Brompton, un parque tranquilo donde caminar representa un volar sobre el enigma del más allá. Lápidas centenarias, panteones envejecidos. Un lugar de descanso de más de doscientas mil personas, según me han contado, habitado por la vida de los lugareños.

Lo volví a recordar al leer, aquella noche, en un folleto del propio hotel, que: “El cementerio está lleno de historias asombrosas de todas las personas enterradas allí desde la década de 1830. El cementerio de Brompton es el lugar perfecto para escapar del ajetreo y el bullicio del oeste de Londres. Ubicado en el barrio de Chelsea.

Allí se encuentran los restos del Jefe Sioux Long Wolf –Lobo Largo- un guerrero indio que había luchado en la célebre batalla de Little Big Horn contra el General Custer. Los ingleses americanos lo habían trasladado a Londres, para “exhibirlo” en una especie de “circo” y en Londres murió víctima de una neumonía, en 1887.

Sentí el dolor de un alma desarraigada, humillada y manipulada, y recordé que a la vuelta me esperaba una larga cola en las pizzerías de Cromwell Road. Así que me despedí de este lugar de concentración y descanso y volví sobre mis pasos.

Cementerio de Brompton en Londres

Día segundo.

Que nadie me pregunte cómo llegue a Knightsbridge desde Earls Court. Solo recuerdo haber entrado en esta espaciosa estación. Y la idea de que ¿la intuición me transportó, casi sin problemas?

Aparecí en Sloane Street y caminando un tramo saludé a Hyde Park. No me apeteció entrar en el prado que había conocido frondoso en otros años, ahora seco bajo un sol ardiente. Así que volví la vista a la derecha, fijándola en el coqueto Arco de Wellington y, recordando la curiosidad de Speakers´Corner, desistí de Marble Arch y caminé por Picadilly aprovechando el soplo de una brisilla que surgía de Green Park.

El “Ángel de la Caridad Cristiana”, que centra la fuente y la popular plaza, es una estatua desnuda que –teóricamente- se mantiene en vuelo, al menos oficialmente. Su vista me confirmó que entraba al centro de la City repleta de gente, turistas, estudiantes, artistas.

Es el símbolo de la ciudad aquella figura elevada al cielo que más que un ángel bien pareciera una representación de Eros.

Sea lo que fuere, me hizo sentir que Londres era ya una realidad y justificaba mi peregrinaje; así que, sentado en la escalinata de la concurrida fuente me relajé contemplando la vida.

No quise que la noche se me viniera encima y volví a mi hotel.

Arte callejero a cargo de Li Di-8

Día tercero

Sentí al levantarme esa mañana como un desasosiego. La necesidad de regresar al corazón de Londres.

Así que, tras mi desayuno en la misma estación de Earls Court, busqué la línea de Piccadilly. Creo que era azul.

Cuando llegué a la gran plaza, callejeé un tiempo, perdido entre la multitud, por entre sus agitadas calles. Las tiendas. Una azafata en unos grandes almacenes intentando venderme un avión “mágico” de cartón.

No había duda, estaba en Picadilly, con su fuente y su columna, la del ángel acechando al gentío con su arco.

De pronto, creí haber sufrido una alucinación. El ángel de Picadilly se presentaba ante mí en forma de muchacha. Dalí surgió del cemento de la plaza. Un nombre, escrito en la baldosa. Li Di-8 y la alegría de una joven. ¿Quién eres, duende de fugaz presencia? Y pareció huir olvidando su gorra y las pocas libras que un público admirado allí dejaba.

Dalí, sobre grises, parecía mirar con descaro, fugado de la realidad de su muerte. Ajeno a la labor de su autora. Y de la gorra, y las monedas, que fueron a levantar el vuelo a golpe de una irreverente brisa.

Y una mano que devuelve aquella normalidad abatida. Y la ausencia del ángel sobre la tierra, mientras allá arriba, en la vieja columna, seguía hostigando con su arco el viejo niño: un Eros dorado símbolo del amor disipado del cercano Soho, afamado lugar por sus atrevidas tiendas y  su vida nocturna.

Quedo impregnado de la juventud de Li.Di 8 y de su abierta sonrisa. Y sin poder despedirme de la artista, recordé a Nati Calle, a quien conocí frente a mi casa un día de primavera.

Por Coventry Street y Pall Mall –mis viejos tiempos de fumador- llegue a Trafalgar Square.

Se cruza en el camino -zigzaguear en Londres es obligatorio-, Leicester Square.

Vuela una Mary Popins de bronce bajo la sombra de un sicomoro. Muy cerca Gene Kelly sigue cantando prendido de una farola.

Bajo un cielo azul y un calor sofocante, aprovechando que en una de las esquinas de la plaza se reúne un grupo clamando contra el Brexit, tomo asiento en uno de sus bancos. Un descanso con guión inglés cuya consecuencia me ha costado al menos un veinte por ciento al cambio.

La presencia de la joven artista me induce a caminar hacia Trafalgar Square. Busco a Nelson.

La columna no tendrá menos de cuarenta metros y, allá arriba, sigue el almirante. Ciento ochenta años, calculo, manteniendo la postura. Está claro que Horacio no conoce el vértigo. Seguro que no se aburre el Duque de Bronté, simplemente observando el hormigueo de la popular plaza. Y, a lo lejos, el Golden Jubilee Bridges. Sueña con el puente de mando del “Victory”, que fantasea fondeado en el Támesis.

La National Gallery, a mi izquierda, se ofrece impúdica, libre de tasas. Es un hecho que me sorprende. Me resulta ciertamente raro la visita de “puertas abiertas” en un Londres donde la libra se reclama en todas partes.

Es un suspiro. Y me asombro accediendo al museo, relajándome el frescor de sus salas. Y me fascina la suntuosidad del recinto y un Van Gogh cuyo espíritu ocupa uno de los espacios. Y sus girasoles. “¡Por favor, una foto! Gracias”. Y el momento se hace historia -mientras dure la imagen en el móvil-. Al salir me despide, un tanto confundido, el “Borracho de Zarauz”. Este Sorolla eterno escondido en el corazón de un Londres íntimamente extraño.

Francisco Mas-Magro, con los girasoles de Van Gogh

Día cuarto

¿Qué más se puede ver en la capital del mundo? El cambio de guardia en Buckingham Palace.

A las once y media de la mañana comienza ese espectáculo un tanto chusco, a mi entender. Como buen turista, he cumplido.

Vuelvo al hotel. Recojo la maleta, pago la factura y a Earls Court, camino de Victoria Station.

Tras el “sanguich”, Gatwick es la meta. Alicante queda a unas horas -si el vuelo lo permite.

Li-Di 8, el ángel de Picadilly, ronda mi cabeza.

La artista callejera Li-Di 8
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