Autora: Consuelo Jiménez de Cisneros.
Como esta revista es ahora bimensual, el 19 de marzo parece una fecha lejana. Pero en este número recogemos lo que pasó desde hace dos meses y nos sigue interesando. Y hace dos meses hubo una absurda y delirante polémica sobre la celebración -sí, porque nosotros lo celebramos- del Día del Padre.
No voy a pararme a explicar lo que significó mi padre para mí porque en este Cantarano ya se han publicado artículos al respecto. Al margen de su valor como persona pública, como profesional, como superviviente de una guerra civil, como conservador de la obra de mi abuelo el sabio geólogo, mi padre era la persona que me abrazaba, que me recitaba poemas y la lista de estaciones de tren Alicante-Gijón (lugar de nacimiento de su madre, mi abuela paterna…), que me contaba chistes y cuentos de miedo, que me llevaba de paseo por los sitios más emblemáticos y más insospechados de Alicante, que me apoyó cuando me compré mi primer apartamento, que me legó cuentos y versos inéditos. Mi padre se autodefinía como un puente entre su padre y su hija, y yo (madre y abuela) también asumo ya mi condición de puente, de eslabón en la cadena de la vida, en esa transmisión de genes, identidades y culturas que, en cierto modo y para los más optimistas, nos hace inmortales.
El padre es un símbolo, un referente que va más allá de una identidad biológica. Lo de «persona especial» -propuesta que tanto se ha comentado- suena como lo de «amigo invisible»: un juego para niños de primaria al que no hay que dar mayor importancia. Una «ocurrencia» a la que se ha concedido excesiva atención. El caso es que, por tratar de no perjudicar a minorías, se perjudica a mayorías.
Todos tienen derecho a un padre. Alguien que lo perdió a los dos años de edad me contaba que la figura paterna había sido para él su madrina de bautismo: una señora que le llevaba a jugar al fútbol, a pasear por la montaña, a socializar con otros niños y, en definitiva, a descubrir la vida. Y añadía que tuvo una infancia feliz a pesar de su orfandad.
Celebrar el Día del Padre el 19 de marzo se relaciona con la figura de San José, que según la tradición, ni siquiera fue padre biológico de Jesús, sino solo padre putativo, calificativo que siempre he encontrado malsonante. Pero en una sociedad que quiere ser cada vez más laica sin darse cuenta de que al arrancarse las raíces se va a hacer sangre, es preciso raspar y eliminar los vestigios de cualquier devoción tradicional. Esto, no lo olvidemos, y lo he escrito ya en otros artículos, lo redacta una agnóstica.
A mí no me molesta ni la figura de San José, ni los belenes (soy belenista y a mucha honra), ni la Semana Santa (he dado ya tres veces una conferencia sobre la Semana Santa en la poesía). En la religión, como en toda construcción humana, hay luces y sombras. Pero por favor, que no todo son sombras: que también hay luces. No las apaguemos.