Autora: Consuelo Jiménez de Cisneros.
PRIMERA LECTURA. En la celebración del Día de la Madre, empecemos por reflexionar sobre el hecho de cómo y cuánto se tiende a idealizar la figura materna. Esta idealización puede resultar perniciosa, porque, antes que madres, ellas son mujeres, personas, y han sido hijas, hermanas, consortes o parejas. No se puede exigir la perfección a la madre solo por el hecho de serlo. Nos gustaría que la condición de «madre» se pudiera parangonar a la de «diosa», pero esa condición apenas dura para los hijos hasta el momento en que pasan de contar sus años con una cifra a contarlos con dos. En los libros de Celia, aquella niña alter ego de Elena Fortún, que tenía una extravagante y conflictiva relación con su madre -siendo mucho más fácil la que mantenía con su padre-, hay un capítulo dedicado al tema que se titula «Mamá es un hada». La niña Celia cree que su madre tiene «superpoderes», como se diría hoy en día, y cuando se da cuenta de que es un ser humano tan frágil como ella, susceptible de ser atropellada en la calle por un vehículo cualquiera, se lleva una gran decepción.
Decepción es la palabra cuando se exige la totalidad a quien, por circunstancias, no siempre puede darlo todo: ni todo el tiempo ni toda la atención. Lo único que se puede dar por completo es el amor, ese amor que subyace inamovible bajo tempestades y estrépitos, igual que el fondo del mar está quieto aunque haya oleajes y tormentas en la superficie. Esta imagen del amor no es mía: se la debo a mi tutor del curso preuniversitario. A veces hay lecciones que no están en los libros pero que no se olvidan nunca.
SEGUNDA LECTURA. Entramos en la actualidad: millones de telespectadores están pendientes de la tristísima historia de una madre y una hija separadas por la maldad de un mal padre. La madre tiene todo el derecho a contar su tragedia, narración cuya consecuencia positiva es la sensibilización con respecto al tema, poco conocido, de la violencia doméstica y familiar y, señaladamente, de la violencia psicológica que deja cicatrices invisibles, pero muy dolorosas -también por su invisibilidad, que mengua, por desconocimiento, la compasión o empatía que suscitan las heridas del cuerpo-. Sin embargo, en este caso, siendo la protagonista tan popular, ¿por qué no contar la historia a la hija en la intimidad, con la presencia de profesionales o de mediadores, esos mediadores que el mal padre impidió que trabajasen en su momento? Exponer la historia ante millones de personas sabiendo cómo las gastan esos programas televisivos que no miran por la ética más elemental, sino por la audiencia y el éxito, es un tremendo error. ¿Alguien ha pensado en el daño que se hace a cualquier menor de este país que asista a las desgarradoras confesiones de Rocío madre, reproducidas con una reiteración exacerbada y deleznable? Porque una cosa es escucharla en horario nocturno -quien quiera hacerlo- y otra oír constantemente sus angustiosos mensajes, desmenuzados por «colaboradores» que se lanzan, como las fieras del circo, a desgarrar impúdicamente lo que se les ponga ante sus fauces insaciables.
Eso, en cuando a la madre. Mal por hacerlo en público. En cuanto a la hija, peor por no excusarse. Cuando estuvo en un «reality» y se le preguntó si tenía algo por lo que pedir perdón a su madre, dijo que no. Es difícil entender que no se sienta culpable, por muy manipulada que haya estado, de una agresión no solo psicológica, sino física, que implicó patadas y golpes y dejó a la madre inconsciente en el suelo: una agresión hasta tal punto «obvia» (por utilizar el léxico de la victimaria) que la hija fue condenada por la Justicia. Es evidente que la hija también es víctima, y es evidente que necesita tanta o más terapia que la madre para que sea capaz de asumir lo que hizo, aunque lo hiciera de forma vicaria («era el padre, no era ella la que me pegaba», reitera la madre). Cuántas veces no somos conscientes de lo que hacemos, del daño que provocamos, del daño que recibimos.
Acabo de escuchar a una psicóloga televisiva que dice que no es preciso el perdón para recuperar la relación. Yo pienso lo contrario, pero claro, no soy psicóloga. El catecismo, al hablar de la confesión, requisito imprescindible para borrar el pecado -cuidado, no sé si empleo palabras consideradas hoy en día tabú, quizá sea más políticamente correcto escribir «error» o «maldad» en lugar de «pecado»-, nos enseñaba aquello del examen de conciencia, dolor de corazón (arrepentimiento), propósito de enmienda, confesión verbal y cumplir la penitencia. Un buen ciclo para dar por terminado algo que se ha hecho mal y empezar de cero. No hace falta ser cristiano para entender la oportunidad de esta propuesta de limpieza moral que solo está al alcance de los valientes que saben pedir perdón y otorgarlo, porque tan generosa y difícil es una acción como la otra, ambas recíprocas e indispensables.
TERCERA LECTURA. Por fortuna, hay multitud de historias hermosas sobre madres e hijos que no se cuentan en las televisiones, pero que se guardan en los corazones. Como hacía María, la madre de Jesús, paradigma de la maternidad más hermosa al margen de cualquier creencia, mitologema de la madre en toda la extensión y profundidad de la palabra: las vivencias que tuvo tras el nacimiento de su hijo y todo lo que al hijo concernía, lo almacenaba dentro de ella. Así lo expresa Lucas el evangelista: «María guardaba todas esas cosas en su corazón». El corazón: ese es el armario de las madres donde se conserva todo: desde el recorte de papel que el niño te dedicó con cinco añitos hasta su foto de toma de posesión de su puesto de funcionario o de su título de doctor. Todo se guarda en el inmenso corazón de las madres, en una acumulación que haría palidecer a Diógenes. Fijémonos que hasta la iglesia, para autodefinirse, utiliza la figura de la madre: Mater et magistra, escribió simbólicamente el Papa bueno.
CUARTA LECTURA. La madre en la literatura y en las bellas artes. Y en el cine.Y en la música. Se me vienen a la memoria (y al corazón) canciones como la de Manolo Escobar, Madrecita María del Carmen, la de Antonio Machín, Madrecita del alma querida, o la de Freddy Mercury en Bohemian Rhapsody, Mama. Y poemas dedicados a glosar el amor de las madres a los hijos y de los hijos a las madres, como los de Gabriela Mistral, que nunca fue madre pero, con su sabiduría de poeta, supo comunicar como nadie ese sentimiento.
Madre, cuando sea grande,
ay, qué mozo el que tendrás.
Te levantaré en mis brazos
como el viento alza el trigal.
Y acabo con las reflexiones de otra mujer que, sin ser madre biológica, fue madre de muchos por sus acciones maternales: Teresa de Calcuta.
Enseñarás a volar,
pero no volarán tu vuelo.
Enseñarás a soñar,
pero no soñarán tus sueños.
Enseñarás a vivir,
pero no vivirán tu vida.
Sin embargo…
en cada vuelo,
en cada vida,
en cada sueño,
perdurará siempre la huella
del camino enseñado.
Ilustración: Madre e hijo. Fotografía de Laura Cantón editada por Consuelo Jiménez de Cisneros.