UNA VISITA AL CAFÉ GIJÓN: SOBRE LA METAPOESÍA

Consuelo Jiménez de Cisneros.

No ha mucho que tuve ocasión de asistir a una de las tertulias de los lunes en ese lugar mítico para los aficionados a las letras que se llama Café Gijón. Un café con historia porque en él, como es bien sabido, se reunían -y parece que siguen haciéndolo- escritores, artistas y gentes variopintas, tal como se recoge, en algunos cuadros y pinturas de dudoso gusto puestas sobre sus vetustas paredes, donde distinguimos, entre otros, a Miguel Hernández, Fernando Fernán Gómez y Paco Rabal (no vi, aunque sí escuché citar a Paco Umbral que sigue triunfando con su emblemática frase «Yo he venido a hablar de mi libro»).

Debí esa visita a mi amigo el escritor y académico José Enrique Gil-Delgado Crespo que, con amable generosidad, me presentó a las personas que coordinaban la mencionada tertulia y a sus principales intervinientes y escuchantes, pues hay quien, en efecto, va solo a escuchar, aunque la mayoría lo que desea es ser escuchado. Yo, ciertamente, iba a ambas cosas y desde luego cumplí mi objetivo. Enrique me presentó y me permití leer dos poemas de mi doble poemario «Aquella luz, aquellas sombras y 24 sonetos». Elegí dos breves, incluyendo un soneto, pues no hay que abusar del tiempo cuando hay tanta gente esperando leer y ser escuchada.

Consuelo Jiménez de Cisneros en el Café Gijón. Fotografía de José Enrique Gil-Delgado Crespo.

Mi intervención fue cortésmente aplaudida, como todas, pero suscitó reacciones diversas. Parece que hay gente a la que le molesta que se siga cultivando la poesía con métrica clásica y solo admiten como buena la poesía escrita como si fuera prosa. Algunos de estos comentarios me hicieron saltar e intervenir sin pedir la palabra para asegurar que se deberían admitir y respetar todas las formas de escribir poesía y que saber construir un soneto no impide que también se puedan escribir versos libres y poemas con otras técnicas. Opinión que resultó bastante compartida, aunque no por todos.

En efecto, había un pequeño grupo de invitados -me excusarán si no escribo nngún nombre porque mi memoria no los retuvo- que declararon ser profesionales de la psiquiatría y del psicoanálisis, los cuales presentaban como una novedad la llamada metapoesía que se inventó, si no mienten los datos recabados, a mediados del siglo XX con ese nombre aunque con toda seguridad se empezara a cultivar mucho antes, como enseguida veremos. La polémica que suscitó este descubrimiento de algo ya descubierto fue grande. Porque los defensores de la metapoesía, tema en el que no quise entrar para no resultar pedante en mi primera visita, parecían infravalorar lo que no fuera metapoesía e imponer -esa palabra salió del público escuchante- su visión algo unívoca de lo que ha de ser la poesía.

El mundo es ancho y variado, no hay nada nuevo bajo el sol –«nihil novo sub sole«-, somos enanos a hombros de gigantes. Todas estas perogrulladas se me ocurrían y yo me las callaba. El caso es que los cultivadores de la metapoesía, que al menos citaron a mi paisano Guillermo Carnero como uno de sus impulsores reconociendo así ciertos antecedentes académicos al movimiento, declararon que habían celebrado ya varios congresos al efecto, que en breve tendría lugar otro donde además iban a conceder unos premios y que nos invitaban a todos los presentes a asistir libremente a aquellas sesiones, punto este que sí debe agradecérseles.

Grupo de metapoetas y simpatizantes de la metapoesía.

Por si alguien tiene curiosidad en saber qué es metapoesía -de la que se leyeron algunos poemas como ejemplo-, pues diremos que es la poesía que habla sobre sí misma, aunque no fuera así como la definieron sus presuntos cultivadores, sino como una poesía que, desde luego, era la mejor poesía que podía escribirse y consistía en hacer reflexiones de tipo filosófico y en ir de adentro afuera y de afuera adentro («honi soit qui mal y pense«). El primer ejemplo que escuchamos fue un largo poema sobre una tela pintada que provocó que alguien se preguntara si la metapoesía consistía en describir objetos materiales. Alguien leyó un poema dedicado a unos poetas y aseguró que era metapoesía. Nada que objetar. Para mí, toda poesía gira alrededor de sí misma y es a la vez poesía y metapoesía, pero como esto quizá resulte una herejía para los puristas del movimiento, no insistiré en la idea.

Solo me voy a permitir un breve párrafo dedicado a la larga historia de la metapoesía. Empezaré por mencionar a Gonzalo de Bercero, primer poeta español que firma sus versos en el siglo XIII, el cual escribe poesía sobre su poesía (imposible mejor ejemplo de metapoesía) describiendo cómo forja sus versos «con sílabas contadas, ca es gran maestría«. Seguiría con el célebre soneto de Lope de Vega dedicado a Violante que explica cómo construir esa composición métrica que a mí me fascina (cuando está bien hecha) y a otros les irrita (no diré el porqué, fácil es de suponer). Pasaré al siglo XX con Juan Ramón Jiménez y su poema dedicado a la evolución de su poesía («Vino primero pura, vestida de inocencia»); seguiré con Antonio Machado, autor de tantos versos metapoéticos diseminados a lo largo y ancho de su obra; con Alberti y su poema donde explica la libertad que le da la rima: «mi libertad es vivir preso, / ceñido a ti gustosamente, / mi barca zarpa nuevamente / para ir más lejos de regreso». Y concluiré con Dámaso Alonso y sus sonetos dedicados a las siglas, a la lengua castellana y a otros motivos metapopoéticos. Y como addenda final, con el soneto último de mi poemario ya citado en el que explico cómo es mi poesía en versos alejandrinos: «mi verso es transparente y aún lo trazo a mano».

Volvamos al recital del Gijón. Entre los poemas que se escucharon sin rótulos, aunque también se podrían considerar metapoéticos, destacó el de mi amigo Enrique por ser un coloquio bilingüe (español-inglés) puesto en boca de Cervantes y Shakespeare. Un poema original y bien construido que todos escucharon con unánime agrado.

No voy a concluir sin aludir a los inconvenientes del lugar, dicho sea con todos mis respetos. Lo primero, el peligro de los percheros o sombrereros de madera colocados sobre las cabezas de los clientes sin estar bien asegurados a la pared, lo que puede provocar cualquier día un accidente. Yo, desde luego, no me sentaría debajo de uno de esos chismarracos, como diría Mihura. Después, la poca simpatía de algunos camareros, su prisa excesiva, su conversación en voz alta sin respetar a quienes leían, recitaban o debatían. No hablaré del servicio. Tuve que pedir que me cambiaran la rodaja de limón de mi vaso: algo que jamás en la vida me había sucedido antes. Pero esto es lo bueno, que nos sigan pasando cosas extravagantes y que cada día nos sorprenda.

La tertulia literaria de los lunes del Café Gijón en todo su apogeo. Pablo lee sus versos.
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