Autor: Juan González Repiso.
El enorme portón de madera se abrió lentamente, las bisagras chirriaron, y una suave y perfumada exhalación escapó del interior de aquel recinto. Sentí de repente una gran tranquilidad, una paz tan reconfortante que cerré los ojos y respiré hondo, profundamente aliviado. Al volverlos a abrir vi a un anciano aparecer por detrás de una de las hojas de la gigantesca puerta. Lo miré confuso, me sonrió y me dio la bienvenida.
-¡Gracias! –dije-, soy Rafael Olivares.
-¡Bienvenido seas! ¡Entra, entra, por favor! –me invitó el anciano señalando con la mano el camino, que partiendo desde allí, se perdía a una docena de pasos en la neblina reinante.
-Esto debe ser… -no me dejó acabar.
-¿El cielo? Éste es. O algo parecido, para no mentir.
-Entonces, estoy muerto ¿verdad?
-Eso parece. -al decir eso sonrió, pero no malévolamente, sino con gesto comprensivo y afectuoso.
Intenté llorar, era lo natural, pero no pude, porque no sentía congoja ni angustia. Lo que sí recuerdo haber experimentado fue una infantil e irreprimible curiosidad. Empecé a hacerme preguntas y necesitaba conocer las respuestas: ¿quién era aquel hombre?, ¿qué se suponía que tendría que hacer a partir de ese instante? Y se lo pregunté.
-¿Que si soy san Pedro?, ¡no! – soltó una carcajada-. Me llamo José.
-¡Ah!, ¿El padre de…Jesús? –entonces sí que noté las lágrimas agolparse en mis lacrimales.
-¡No, no! –y la carcajada fue aún mayor-. Yo no tuve hijos, mi mujer no quiso, la muy puñetera.
-¿Entonces?, no entiendo nada, José. Si estoy en el cielo, ¿no debería haber sido san Pedro el que me abriera sus puertas? Siempre se ha dicho, y está escrito.
El viejo canoso y enjuto, sin perder en ningún momento su rictus risueño, negó con la cabeza y me indicó el camino que debía seguir para buscar un habitáculo libre en la calle 2000-2099 para instalarme en él. Me aseguró que no tendría problema alguno con la tarea: “hay mucho sitio libre”. A mí me sonó sarcástico y muy inapropiado, dadas las circunstancias, sin embargo, seguía sin descubrir en aquel amable individuo atisbo alguno de doblez o maldad. Respecto a qué hacer en mi nueva patria, me dio una aplastante lección de lógica:
-Aquí tendrás todo el tiempo del mundo para conocer y platicar con quien desees; de cuantos han llegado ya, me refiero. ¿A quién te gustaría ver primero?, puedo indicarte el camino más corto; este lugar, como más pronto que tarde comprobarás, es inmenso y revesado.
-A Dios, por supuesto –al decirlo sonreí emocionado. ¡Quién me lo iba a decir! Pronto estaría ante el Altísimo y todo misterio quedaría aclarado, al menos para mí.
-¿Dios? –espetó algo contrariado el anciano portero- No, amigo Rafael, aquí sólo vienen los hombres, y las mujeres -por supuesto-, pero, ¿dónde escuchaste o leíste alguna vez que Dios es un hombre?
-O que haya muerto, ¿no? Claro, ahora lo entiendo. Dios, ni ha muerto ni es humano. ¡Qué ocurrencia la mía! Perdóname, José, es que es la primera vez que… me muero.
Al decir eso, estallamos al unísono en una risotada tan sonora como sincera. Parece mentira, pero no es tan fácil eso de morirse. Cuando te ves aquí… son tantos los detalles, las incógnitas… Se te ocurren cosas que nunca pensaste en vida. Pasó un buen rato hasta que nos sosegamos y entonces, tímidamente, añadí:
-¿Y Jesús? Él sí se hizo hombre.
-Pues sí, Jesús sí está.
-¡La Virgen! -exclamé.
-La Virgen también está.
-No, no me refería a… Es una expresión de sorpresa, de júbilo.
-Será pues semántica moderna, en mis tiempos no se usaba.
-¿De qué tiempo eres entonces? –lo interrogué con curiosidad.
-Soy egipcio, fui sacerdote del Faraón Ahmes I, y me despedí de las arenas de Egipto hace 3585 años. Me lo ha dicho un compatriota que llegó hace poco, porque aquí eso de los años lo llevamos mal. Los musulmanes con un calendario, los cristianos otro, ¡no hay manera!
-¡Qué interesante! Entonces, ¿aquí podré hablar con todo ser humano que haya existido?
-Pues claro, y no sólo con los humanos, porque también se mueren los animales. Aunque, eso sí, dan poca conversación –y volvieron las carcajadas.
-Eres muy simpático –le dije a José al despedirme-. Ya nos veremos otro día.
-Otro día no, nos veremos, por llamarlo de alguna manera, siempre.
Tan lapidaria frase me dejó desconcertado e inquieto. Reflexioné: “Rafael, esto no son unas vacaciones en Cuba, esto es la muerte, o el cielo, como prefieras llamarlo”. Decidí poner los pies en la tierra, metafóricamente hablando, y me propuse esforzarme por distinguir lo real de lo irreal. Allí no hay un haz y un envés en cada ser humano, como suele suceder en la Tierra; aquí reina, solitaria, la verdad, y a esa monarquía cuesta acostumbrarse, como a todas.
-Sigue el camino recto y cuando llegues al cruce que pone 0000-0099, giras a la derecha y busca la celda con el epigrama: Jesús de Nazaret. Allí estará. –y prosiguió-. Los romanos ponían en los mármoles esquelas como “siti tibi terra levis” (que la tierra te sea leve). Yo deseo que te sea leve la paz, amigo mío.
-Muchas gracias por todo, José. Nos vemos…
Su última frase me dejó pensativo, no molesto, pero sí un poco asustado. No supe, hasta pasado el tiempo, el verdadero trasfondo, el significado real de aquella, aparentemente fútil, sentencia.
Caminé durante horas, al menos así me pareció, por aquel interminable y neblinoso sendero hasta que llegué, sin acusar cansancio alguno, a una zona donde empezaban las misteriosas construcciones de piedra donde, intuí, habitaban los “huéspedes”. A izquierda y derecha no dejaban de sucederse calles que, perpendiculares al sendero principal, parecían no tener final, esfumándose el fondo entre la densa niebla.
Cada celda, que se me antojaban similares a las que usan los monjes en los monasterios, era un habitáculo pequeño y cuadrado; las paredes y el techo abovedado estaban construidos con sillares bien aparejados y tenían por única entrada un arco de medio punto, también de piedra, sin puerta ni cortinajes. En unas había ancianos, en la mayoría, en otras, las que menos, niños. Casi todos estaban dormidos o, en todo caso, sentados en el único sillón de madera que poseía cada habitación. Parecían observar el paseo de los que caminábamos por el sendero. ¡Qué inmensidad! Aquello aparentaba no tener fin. En los rostros de los paseantes parecía haberse instalado la paz y, la verdad, me pareció contradictorio con la sobriedad de sus moradas y la supuesta monotonía de su existencia. ¡Claro!, me dije, aquí debe haber millones de seres, billones tal vez. “¿Cuánta gente habrá muerto desde el Génesis?”, me preguntaba.
-Por favor, señora, ¿es esta la calle 0000-0099? -consulté a una mujer que se cruzaba conmigo en aquel momento y que vestía una túnica de color ocre pálido, como todos en aquel lugar.
-No, señor, es la siguiente, a la derecha.
-Muchas gracias – dije en tanto seguía mi camino.
-¿Lo buscas a Él? –me dijo ella con una bella sonrisa cincelada en su boca.
-¿A quién?
-Al de Nazaret. Casi todo el mundo viene en su busca al llegar.
-Pues sí, yo también.
-Te acompañaré, ¿quieres?
-¡Cómo no!, te lo agradezco. Imagino que habrá colas para verle.
-Nada de eso, alguna vez se reúne con otros y charlan un rato. Pero la mayor parte del tiempo está solo. No le gusta hablar demasiado, sólo si le preguntan. Es un ser compasivo y humilde, ya verás.
-Empiezo a estar nervioso: me siento intranquilo y feliz a un tiempo. No sé si es lo normal. ¿Te pasó a ti?
-¿A mí?… ¡No!, yo era musulmana.
-¿Eras?
-Ya lo irás entendiendo todo, no tengas prisa.
Avanzamos un poco, no sé si la palabra andar es correcta, era como si levitásemos. Veía caminar a los demás, pero yo no sentía mis pies apoyarse en suelo alguno. Intenté tocar el brazo de mi acompañante pero no lo sentí. Aquello se me figuraba como un onírico escenario, irreal… o, por contra, ¿sería lo más real que me ha ocurrido en la vida… incluida mi muerte? “Ahí es”- me dijo la amiga islamita.
Miré la clave del arco de entrada y, efectivamente, ponía: Jesús de Nazaret. Acercándome me asomé a la estancia. Estaba allí, sentado en el banco de madera, con las manos enlazadas y mirándoselas como sumido en el éxtasis de un pensador. Me estremecí y empecé a llorar, cayendo postrado ante su puerta y sin atreverme a mirarlo a los ojos. No podía dejar de llorar, acababa de suceder algo sublime. ¡Había visto a Jesucristo! y estaba a sus pies sin poderlo creer. Enseguida lo escuché:
-¡Levántate, por favor! –era su voz, ¡me acababa de hablar por primera vez!
-Mi Señor, ¡existes!, ¡todo era verdad! – exclamé, llorando aún, mientras me levantaba, y lo miré, ahora sí, con reverente regocijo.
-Todos, casi todos para ser exacto, decís lo mismo. Es normal, no creas que me extraña, pero otros llegan sabiéndolo. Yo soy historia, como tú ahora, como todos los que están aquí. ¿Eres cristiano?
-Sí, Padre, ¿puedo abrazarte?
-No. No porque no quiera, muy al contrario, me encantaría poder abrazar a todos y cada uno de los que me habéis seguido. Pero ya no poseemos los cinco sentidos, no podemos usar las manos, ni tenemos voz, ni olfato, ni tacto…
-Entonces, ¿cómo es que estamos hablando?
-No estamos hablando. Ahora somos espíritus y, como tales, creemos hacer, pero no hacemos nada. Sólo somos ecos biográficos de lo que hemos sido en vida. Somos… recuerdos, sólo eso.
-Pero, Padre, eso no es lo que dice la Biblia.
-¿Por qué me llamas padre?; llámame por mi nombre, Jesús. Sobre la Biblia podríamos hablar mucho. Y lo haremos, tenemos tiempo, mucho tiempo. -Ya había dejado de llorar, o de creer que lloraba, que, por lo visto, es más exacto.
Jesús vestía igual que los demás. Sus grandes ojos marrones y vivaces inspiraban confianza y produjeron en mí una agradable sensación de sosiego. Su pelo era castaño y muy rizado, igual que su barba, y sus manos muy finas, como si jamás se hubieran expuesto a trabajo alguno. Hablaba con mucha parsimonia y su tono era muy agradable.
-¿Puedo llamarte Maestro? No puedo tutear al hijo de Dios.
-Así me llamaban mis discípulos, y me agrada, aunque no soy el único que ha predicado el bien. Maestro es todo aquel que enseña a sus vecinos algo bueno, como un oficio o una lengua; si lo que imparte es la maldad o el egoísmo, no es un maestro, es un impostor.
-Querido Maestro, ¿existe Dios?, me han dicho en la entrada que no está aquí.
-Yo creo en Él, creo que fue el Creador del Universo y lo veo como el responsable, el inventor del concepto del “bien”.
-Pero, ¿dónde está?
-No lo sé. Tampoco sé como es. Mi mente cree en un “algo” intangible, invisible e inasible, al que llamamos Dios y, precisamente porque creo que la bondad es la primera y más valiosa virtud concedida al ser humano, prediqué su filosofía.
-Pero, ¿por qué dejó que te crucificaran? No te salvó, el mundo podría haber sido distinto si no hubieses muerto.
-Yo no creo que un ideal pudiera salvarme de la cruz. Vosotros pensáis que Él es humano, con brazos y piernas, y no es así. Él es pura filosofía y, que yo recuerde, los que me condenaron y torturaron lo que tenían era miedo a ese mensaje, a mis preceptos de libertad.
Al oír aquellas palabras sentí un escalofrío interior, aunque no me impidió seguir interrogándolo; no podía dejar de preguntar tantísimas cosas que no entendí en vida, hubiese sido imperdonable. Por otro lado temí cansarlo con tanta cuestión y se lo dije, pero me tranquilizó diciendo:
-Llevo unos dos mil años recibiendo y respondiendo a todo el que me visita. Estoy feliz y orgulloso de haber llegado a tantos seres. Pero no lo estoy de lo que muchos han hecho con mi sueño, con mi discurso y con mi memoria.
-¿Y que has hecho con ellos, Maestro? ¿Los mandaste al infierno?
-¿Al infierno?… no, mi querido… por cierto, ¿cómo te llamas?
-Rafael. -quedé perplejo-. Pero…, ¿me has creado y no sabes mi nombre?
-Yo no te he creado. Tus padres son los que te dieron la vida, no yo.
-Perdóname, pero la Iglesia dice que Tú creaste el cielo y la tierra, al hombre y a la mujer, ésta de una costilla de Adán.
-Rafael, paseemos un poco. Tengo muchas cosas que aclararte, por lo que veo. Entretanto, te enseñaré cómo guiarte por estos infinitos laberintos de calles gemelas y repletas de celdas.
Lo seguí sin rechistar. Tampoco tuve éxito cuando intenté tocarlo al pasar a mi lado, mientras salía del habitáculo. Caminamos, llamémoslo así, por el sendero principal. Me habló de las muchas personas que le habían agradado cuando vinieron a conocerlo. Me los iba nombrando, pero no me sonaba ninguno. Unos habían sido cristianos, otros musulmanes, otros ateos… Los había de Asia, de Europa, de Oceanía… Algunos habían llegado mil años atrás, otros, unas decenas de años tan sólo, y otros llevaban sólo días. Así que no me extrañó mi aparente ignorancia: “si hoy habitan la tierra unas siete mil millones de almas, ¿cuántas habrán terminado aquí desde el año cero –el inicio de la era cristiana-, por ejemplo?” –me decía.
-Mira, a ese lo debes conocer, no es de tu época pero, según me han contado, lo estudiáis en las escuelas –me señaló con el dedo uno de los epigramas cincelados en la clave del arco.
-¡Marco Ulpio Trajano!, es asombroso, ¡está aquí!
-Amigo Rafael, todos están aquí.
-Bueno…, alguno estará en el infierno ¿no?
-¡Ah!, perdona, olvidé tu pregunta.
-Sí, pero no te preocupes, Maestro, debes tener tantas cosas en la cabeza… -en ese momento me miró fijamente, muy serio, y después me sonrió, pero no llegó a decir nada. Creo que, de haber vivido en el siglo veintiuno, me habría dicho: “no digas gilipolleces”. Pero ese término no existía en la Palestina que Él conoció.
-El infierno no existe, es una metáfora.
Entonces quedé pasmado. Aquello era un anatema y era el mismísimo Jesucristo el que estaba contradiciendo las Sagradas Escrituras. Me planteé la posibilidad de que estuviese siendo víctima de una broma pesada. A lo mejor, o mejor dicho, a lo peor en el Cielo se gastan novatadas, como en la mili. ¡Qué absurdo! ¡Qué lío! Deduje que existía una forma de averiguarlo y me tragué la vergüenza que sentí al dudar del Hijo del Padre. Pero, como el que no corre, vuela, le dije:
-Jesús, ¿puedo ver al Papa?
-¿A qué Papa?, aquí hay 264, sin contar los llamados antipapas.
-O mejor, a mi padre.
-Claro que sí, ¡sígueme!
Al rato me planté en la calle 1900-1999. Jesús me indicó a qué altura estaba la celda y que, más al fondo, en la calle 2000-2099, encontraría celdas libres; aquella sería mi calle.
Le pregunté si nos volveríamos a ver, a lo que respondió que cuando quisiese. Lo vi alejarse por el sendero hasta desaparecer entre la niebla.
En el arco de la celda de mi padre ponía su nombre “Rafael Olivares Román” y, entre lágrimas, me asomé y lo vi postrado en el camastro. Parecía dormido y no presentaba estigma alguno de la bala que lo mató en 1936.
-¡Padre! –susurré. Abrió los ojos.
-¿Quién eres? –contestó.
-Tu hijo, Rafael.
-¡No puede ser! No te reconozco.
-Claro, padre, sólo tenía ocho años cuando te… fuiste.
-¡Hijo! –me dijo, llorando ya desconsoladamente-, ¿también te ha llegado la hora?
-Así es. Pero, dime, ¿cómo estás?
-Muerto, ¿cómo quieres que esté?
-Lo siento, he dicho una estupidez. –ambos sonreímos.
-¡Cuánto me gustaría poder abrazarte!
-Y a mí… ¿Sabes?, he estado con Jesús.
-¿El boticario?
-¡No, leches!, con Jesucristo.
-¡Ah!…Eras creyente, por lo que se ve.
-Sí, yo sé que tú no, por mamá. Él me acompañó hasta aquí.
-Y, ¿cómo está?, hijo.
-Lo imaginaba menos joven de lo que parece, también un poco…
-¡Tu madre, Rafael!, que cómo está tu madre.
-¡Ah!, bien, bastante bien… para su edad.
-Cuéntame cosas, dime cómo ha sido vuestra vida desde que marché al frente.
La conversación fue muy larga. Era toda una vida la que yo tenía para contar. El también, pero bastante más corta. No pudimos evitar las lágrimas cada vez que le nombraba algún conocido.
– Oye, padre, quiero saber una cosa, a pesar de tu agnosticismo. Te aseguro que mis primeros instantes con Jesús los viví con pura devoción, pero después dijo cosas que contradicen las escrituras e incluso, en cierto modo, rozan el sacrilegio. He dudado de Él, lo reconozco, y necesito que tú me confirmes o niegues mi exégesis. Habiendo sido mi padre, aunque por pocos años, desgraciadamente, confío en ti plenamente; ademas, tú llevas más tiempo aquí y… Su respuesta me tranquilizó y, por otro lado, me decepcionó.
-Rafael, Él es Jesucristo, no te quepa duda. Por lo demás, debes saber que a mí me sucedió algo parecido, con el agravante de que llegué siendo ateo. Pero cuando supe que existió realmente, me acerqué a Él y me contó muchas cosas; por ejemplo, niega su divinidad, aunque cree en un Dios, un Creador. Yo, desde que me habló, creo que fue un buen hombre, eso sí, con los condicionantes de su tiempo.
-¿Qué quieres decir?
-Que, como Él mismo reconoce ahora, adoptó en vida un papel, de visionario, de profeta, de iluminado que aseguraba ser “el camino, la verdad y la vida”, cosa que hoy no tendría sentido. En su tiempo aquello era frecuente, eran años de numerosos clanes, luchas tribales y numerosos profetas. Como ahora hacen los políticos, vamos, que todos dicen ser grandes amantes de la democracia y actuar por el espíritu de servir al pueblo. ¿Qué dirán los que estudien esta época y comparen las palabras con los hechos? Pues es lo mismo, pero con una gran diferencia: Jesús creía en lo que decía. Le temían políticamente, y lo mataron, por decir que era rey, ya ves…
-O sea, que de milagros, infiernos, resurrecciones y todo eso, nada.
-Mira, hace unos maños llegó el Papa.
-Ya lo sé; como para no enterarse con la de horas que dedicaron en la tele a las exequias.
-Su llegada fue muy comentada -continuó mi padre-. Quiso confesar inmediatamente con el Nazareno. Se lo pidió, y Jesús le dijo que le hablara, no que se confesara. “No es preciso poner verbos encima de otros que ya existen”, dicen que le dijo. ¡Si supieras lo equivocados que están allá en la Tierra! Los sacramentos, la clerecía, la jerarquía, la política vaticana,…se lo tiró todo por tierra. Se quiso morir pero no pudo, ya estaba muerto…
-¿Qué pasó entonces? –pregunté a mi progenitor profundamente contrariado con tanta revelación.
-Le dijo que habían utilizado su nombre y su mensaje para tejer un imperio material y político que nada tiene que ver con su mensaje.
-Entonces, ¿le riñó como hizo el Papa con aquel obispo nicaragüense?
-No, él no actúa así, es curioso, le aseguró que no era preciso su perdón. “El único perdón válido es el que se da uno mismo”, dijo. Por eso no existe el infierno como castigo ni cielo flamígero como paraíso, “el que ha hecho el mal sufrirá esté donde esté”, remató.
-Una pregunta fútil, padre. ¿Por qué no se te nota la herida que te mató?, madre me dijo que fue en el cuello.
-Porque yo no soy más que como tú me recuerdas. Si ahora llegase otro, me vería distinto. Tal vez más joven, quizá agonizante. Somos recuerdos, no lo olvides.
-Eso me suena, padre. Bueno, ahora he de irme, luego volveré.
-Aquí estaré –me dijo con sardónica sonrisa.
Deambulé por el sendero 2000-2099 hasta ver, con asombro, mi nombre cincelado en la clave del arco de una celda vacía. Entré y al rato me dormí; no por cansancio, sino por la paz interior que me envolvía como una brisa refrescante e inevitable.
Al despertar, busqué de nuevo a Jesús. No estaba en su celda. Contrariado, pregunté a un niño que pasaba por allí y me dijo que estaría en la celda de su madre, a la que iba a menudo. Llegué enseguida, estaba cerca porque murió poco después que su hijo. Al verme en el umbral me hizo pasar. Estaba María, su madre, José, su padre, y varias personas más que no reconocí.
-Benditos los que estáis aquí.- dije a modo de saludo.
-Pasa, hermano Rafael. Te esperaba.
-¿Me esperabas? ¿Por qué?
-Pues porque sé que te quedan muchas preguntas por hacer, ¿o me equivoco?
-No, claro que no.
-¿Qué quieres saber?
-Me gustaría saber por qué, si Dios es todopoderoso y nuestro creador, permite la guerra y los crímenes en el mundo.
-Rafael, te dije antes que Dios es un concepto, no es un general al mando de poderosas legiones que puedan invadir la tierra para evitar la injusticia o la muerte. Ni yo tampoco. Sólo fui un hombre que predicó su pensamiento y lo quiso extender a la humanidad. Mi poder empieza y acaba en la palabra. Si los hombres no han seguido mis prédicas y otros, en el clero sobre todo, han utilizado equivocadamente mis mensajes, son ellos los que han de sufrir por sus pecados mientras los que han soportado las injusticias, son los que tienen que procurar apartarlos del poder, para que ese poder sea universal y único: el del Bien; por encima de pueblos, razas y religiones. ¿Sabes cuanto he sufrido cada vez que algún recién llegado me ha contado las terribles injusticias que gobiernan el planeta?
-Claro que sí. Pero dime: entonces, ¿no puedes hacer nada?
-Por supuesto que no. Si, incluso, pudiese volver a la vida, lucharía por mi ideal para cambiar tanta atrocidad. Y, seguramente, acabaría muerto de nuevo. El hombre, generalizando, se ha convertido en un ser peligroso: homo homini lupus est. ¿Sabes cuántos años tiene esa frase?
-Sí, es de una comedia de Plauto, de unos dos mil doscientos años atrás. Y poca reflexión parece haber propiciado. Allí piensan muchos que Tú…
-Ya sé,…que puedo fulminar desde aquí al criminal que provocó la Segunda Guerra Mundial, o al asesino que ha destrozado Irak con burdas excusas, o al rey que permite que su pueblo pase hambre mientras se entierra en oro, o al empresario ciego por la ambición, o al político corrupto que roba -sin tener necesidad, además- del dinero público que precisan otros mucho más, o a los grandes gerifaltes de los organismos internacionales que impiden un reparto más justo de la riqueza mientras viven en lujosas mansiones, o a los que dirigen sectas y se codean con los poderosos –o se introducen en el poder con malas artes- y terminan convirtiendo a los servidores del pueblo en sus marionetas, …
-¿Qué podemos hacer entonces?
-Desde aquí nada. El trabajo hay que hacerlo allí, en vida. Luchar para que ningún niño muera de hambre, para que el conflicto en mi antigua y querida tierra Palestina deje de ser una vergüenza mundial, para que nadie apoye a los que han estructurado el mundo así, para impedir que los que manejan el mundo – que son unos pocos, no te creas- no manipulen a las personas con sus mentiras, para que no muera nadie por una religión, ni por el color de una bandera, para que no haya un sólo terrorista en el planeta y para que se deje de ensuciar el prodigio humano, su grandeza original.
-Pero esa lucha de la que hablas, ¿no será con armas, no?
-¡Nunca! Te suena aquello de “amaos los unos a los otros como yo os he amado”.
-Jesús, es una broma ¿no?- me sonrió amable.
-¿Quién tiene derecho a lanzar un misil y segar impunemente la vida de hombres, mujeres, ancianos o niños? La batalla debe ser con armas, sí: las palabras, la educación y el dar ejemplo. Pero esto es como construir una casa gigantesca ladrillo a ladrillo, muy lentamente.
-Sin embargo, tiempo ha habido; dos mil años son muchos, y me refiero a Tu mensaje.
-Que no es el único válido. Otra opción, para lo que te decía, es poner a muchos albañiles para construir esa Casa de la Paz. Y en esto, querido Rafael, ¿qué han hecho las Iglesias que dicen hablar en mi nombre?: crear otro poder, bajo cuyo manto trabajan muchos hombres y mujeres de bien –es cierto-, pero también hay otros que no, los infestados de ambición, los que abrazan constantemente al poderoso para no perder sus privilegios. Esta ha sido mi mayor decepción, el alto clero.
Seguimos hablando durante mucho tiempo, no lo sé exactamente porque aquí no existe el tiempo; ni el día, ni la noche. Más tarde me confirmaron que esto no es el Cielo, que se suele decir eso porque… ¿Dónde estás si no estás en la Tierra? Pues eso.
Pero bueno, si cuento todo lo que vi, todo cuanto hablé y a quiénes conocí, moriría agotado -es una broma, ya estoy muerto-.
Al que no puedo dejar de mencionar es a Faruk Ibn Hadad, un niño otomano que murió a los doce años y con el que me une una bonita amistad. Es listo y sagaz. Moreno de piel, de ojos grandes y muy negros, y con una sonrisa que dice todo sobre él al instante. Faruk fue, curiosamente, el que, al cabo de mucho tiempo y a fuerza de haber visitado sólo a cristianos viejos, me desveló unos de los misterios más sorprendentes de este enigmático lugar: los que están aquí no profesan religión alguna: católicos, judíos, musulmanes, cismáticos, protestantes, budistas,…Todos dejan de ser lo que han sido justo al llegar aquí. Y el motivo es tan lógico como simple: cuando ya no necesitas comer, ni beber, ni ropa, ni dinero, ni protección, ni perdón, ni imaginar el futuro, ni nada de nada, ¿para qué quieres una religión? Eso sí, puedes seguir sintiéndola en tu interior, pero no tendrás que discutir con nadie sobre cual es el Dios verdadero, porque todos los candidatos están aquí y, cuando ya se los conoce, no se necesita elegir a ninguno. Faruk era musulmán y yo fui católico, pero ahora somos amigos, y ya está. No sé si me explico bien. A él lo mató un legionario romano de una estocada criminal y a mí me subió tanto el colesterol que me falló el corazón. Y ya ven, aquí estamos los dos, muertos…de risa porque procuramos hacernos reír.
Después de saber, por Jesús, todo lo que necesitaba y tras recomponer mis erróneas creencias, dediqué muchos días -los días tampoco existen aquí pero, ¿quién me quita la costumbre?- a visitar a familiares y amigos que perdí cuando aún era un simple mortal. Fueron momentos intensamente emotivos. Nunca he llorado tanto como entonces. Estaban tal y como los recordaba, porque al fin y al cabo, cuando dejamos de ser, somos recuerdos entre la niebla, sólo eso.
Una intensa emoción fue lo último que sentí, como si, de pronto, hubiera aprendido todo lo que es importante. No sé, es la sensación que tenía justo cuando desperté.