MONÓVAR: SONIDOS, SABORES Y AROMAS DE MI NIÑEZ

Autora: Juliana Pérez.

El postigo era una puerta pequeña, robusta, chapada y claveteada al exterior para protegerla, que todavía sigue guardando con fidelidad austera un espacio original, hoy vacío de inquietudes e invadido por persistentes malezas: el solar que acogió durante siglos la casa familiar. Su fachada principal se erguía con su clásico equilibrio en la calle San José nº 8, donde transcurrió mi infancia. Todas las mañanas se abría para recibir la leche fresca que nos traían de la vaquería de la Estación de Monóvar que estaba cerca de las ramblas del río Vinalopó. Alguna vez abría yo el postigo, espoleada por una voz adulta: “¡¡El lechero…el lechero!!”.

Tiene que hervir tres veces”. Con esa frase repetida y emitida con urgencia por voces femeninas sin rostro desde diferentes frentes en la cocina, se controlaba el proceso. La leche hervía en aquel cueceleches esmaltado granate y gris azulado que se tenía preparado para la ceremonia.

No se puede dejar sola”. Esas voces, turnándose en ordenado revuelo alrededor de la cocina económica, observaban y controlaban aquel líquido en sus tres ascensiones espumosas que se frenaban con prisa y en seco.

Mientras se enfriaba en su recipiente, yo me asomaba a él curiosa desde mi pequeña estatura que engrandecía la estancia y el suceso, para contemplar aquella maravilla anticipada… por las ganas de desayunar y la fiebre del trajín de la mañana que empezaba pronto. Una manta blanca amarillenta como una tela gruesa se extraía con cuidado, con la ayuda de una espumadera, del líquido que humeaba todavía, para pasarla desde allí a un cuenco de cerámica con franja amarillo-mostaza bastante desgastado por el uso que mi abuela Gloria hacía de sus servicios en sus recetas de repostería.

En aquel recipiente se batía con fruición festiva, mezclada con azúcar mirándola fijamente sin pestañear hasta verla cambiar de aspecto y de textura-operación en la que yo no perdía detalle. ¡Oh maravilla de ese lugar mágico donde se cocina el cariño! La sabana se transformaba, transmutaba en una crema deliciosa y satinada que se untaba inmediatamente en un trozo de toña monovera de media luna amarilla, compacta, húmeda y densa que sabía y olía a gloria de naranjo y limonero. ¡Y se podía cortar como un queso tierno…!

Jugosa y sabrosa, tanto acompañada de un trozo de longaniza seca con sabor a picante pimienta negra como de una robusta onza de chocolate Marcos Tonda con su virgen abrigando en azules su harinosa dureza, siempre compensada por la ternura de la toña. Con ellas y otros dulces elaborados con mimo, se impregnaron de gozo y sabores mis pasos y mis recuerdos por la antigua casa familiar y por las calles de Monóvar.

                                                                *

El manual de ordenanzas de mi madre prolongaba los mandados más allá de la casa familiar por las calles de Monóvar, este pueblo de profunda vocación liberal en el que yo campaba a mis anchas, saboreando la porción de libertad que me había tocado en suerte. Pero… sólo a dos manzanas de allí.

Desde la calle San José a la calle Mayor torciendo a la derecha se llegaba a un ensanche en el que confluían otras callejas del pueblo. Una pequeña plaza, sin más pretensiones que ser una leve sorpresa en la monotonía del trayecto, era receptora de intensos aromas que invadían fuertemente su espacio físico, impregnando al mismo tiempo mi niñez que se escapaba a toda prisa.

En una de sus esquinas se encontraba la tienda de comestibles de Luis, una especie de mínimo zoco oriental colmado hasta su techo de alimentos diversos combinados con algunos productos básicos de limpieza. Sin precintos ni velos que contuvieran sus olores propios y contundentes: detergente de lavadora en polvo, jabón en escamas, lejías… junto a longanizas, morcillas tiernas y oreadas, bacalao salado, sardinas de bota, salazones adobados con vinagres, pimentones y pimientas, garbanzos y otras legumbres secas en sacos de arpillera o burdo algodón, tocino de companaje, vino a granel, especias, ristras de ñoras y pimientos, tomates secados al sol otoñal de las fachadas, sobrados y patios abrigados de levante, conservas cerradas y abiertas preparadas para los almuerzos apresurados que también se servían en aquel pequeño refugio y que, envueltos generosamente por áspero papel de estraza, animaban el trabajo de las mañanas y los olvidos de última hora. En aquel espacio cada producto combatía por llamar la atención en un zafarrancho abigarrado y provocador. Un poco de todo ofrecido y manipulado por el tendero Luis El Retallat encaramado detrás de su observatorio-mostrador. O por lo menos eso le parecía a mi baja estatura.

Aquellos perfumes maridados a la fuerza por la necesidad pugnaban por su protagonismo con otros más refinados y sutiles que nos brindaba una calle perpendicular a la calle Mayor en esquina con la tienda de Luis. Desde la calle Dr. Más, que se extendía hacia los cerrillos arcillosos verde-rojizo del barrio de la Goletja recortándose a lo lejos con las paleras genuinas de los pueblos del medio y bajo Vinalopó, llegaba la presencia invisible de un horno de pan. Un laboratorio ancestral donde el cereal y el agua se trasformaban por las manos expertas de un panadero que, perdido bajo una capa fina de harina que lo cubría hasta las cejas, aparecía ante mis ojos como un personaje irreal, de cuento. En aquel lugar la vida misma en el aire suspendida levantaba la masa con su acidez segura y multiplicaba cada día al calor del fuego nuevas figuras doradas y calientes que, al verlas, olerlas y oír su roce crujiente, adelantaban el placer cercano al mediodía. Y la tentación aparecía: el disfrute de romper y comer el pico de las barras compradas superaba el temor a la reprimenda de los adultos ante la aparición de éstas que hacían el camino a casa cada vez más menguadas.

Pasada aquella confluencia maravillosa de promesas sugerentes- sobre todo media hora antes de sentarnos a la mesa-, yo seguía por la calle Mayor en leve bajada hacia otro ensanche o plaza sin nombre. En aquella nueva encrucijada de calles surgía una de las fuentes de Monóvar que, construidas con piedra y mármol rojo alicante de canteras próximas y repartidas en sitios estratégicos del pueblo, embellecían aquellos lugares de encuentro y conversación al mismo tiempo que acercaban la presencia y la música del agua a las casas que las rodeaban.

Era el camino de vuelta y en un recodo de aquella plaza con fuente asomaba por la derecha la calle Familiar. Una vez más mi curiosidad se acercaba a otra puerta, a otro rincón clásico de mi infancia, la Heladería Mira. En aquel entonces se percibía el protagonismo de las patatas finas recién fritas con buen aceite de oliva y servidas en cucurucho de papel de estraza; y la omnipresencia de un señor enjuto, con el pelo blanco y delantal inmaculado que siempre observaba serio el trascurrir diario de su negocio.

Ya con mis mandados a cuestas y dando saltos por los bordillos de la aceras, volvía a mi casa rozando la calle Maestro Don Joaquín hacia la calle San José, a dar cuentas de aquellos, con sabor a pan en la boca y los bolsillos llenos de emociones sencillas y alegrías.

Ilustración: original de Juliana Pérez. Interior de la casa de sus abuelos en Monóvar.

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