Autora: Consuelo Jiménez de Cisneros
Está en la naturaleza del ser humano el gusto por la exploración, por ir más allá de los confines de lo conocido, aunque no todos lo sienten de igual manera. Esta tendencia es tan respetable como cualquier otra siempre que no ponga en riesgo evidente a uno mismo ni a otras personas. Digo lo de «riesgo evidente» porque ya sabemos que todo en la vida tiene su riesgo, y que tanto si nos quedamos en casa (aparentemente el sitio más seguro) como si decidimos salir al exterior, en cualquier espacio nos puede suceder cualquier accidente. Sin embargo, hay circunstancias que hacen más probable el hipotético accidente y en las que se puede hablar de peligro: subir al Everest, tirarse en paracaídas, hacer «puenting», escalar una pared, entrar en una selva inexplorada y por supuesto, sumergirse en los más profundos abismos marinos implican un riesgo mayor que el de caminar por una calle o dar un paseo por espacios debidamente domesticados por la mano humana, como pueden ser los senderos de los campos o las orillas de las playas.
Hay aventuras con grandes riesgos que se justifican en sus objetivos: la exploración científica, geográfica, el descubrimiento de nuevas tierras. Así sucedió en la colonización americana hecha por los españoles o en la expediciones a los polos y sigue sucediendo en los viajes espaciales. Lo que denominamos «aventuras absurdas» son aquellas que ponen en serio peligro la vida de las personas por un capricho futil, por ejemplo hacerse un selfi al borde de un abismo, o por vivir una experiencia más allá de lo convencional a la que solo pueden acceder millonarios, como en el caso reciente del submarino Titán.
Son estas aventuras, tantas veces con final desgraciado, las que nos hacen pensar que el ser humano ha de ser responsable antes de tomar decisiones que afecten su propia vida y las vidas ajenas. En la tragedia del Titán vemos varios de los clásicos pecados capitales: el orgullo de sentirse más listo que nadie y de creer que no se necesitan otras opiniones, la avaricia de ahorrar y no poner materiales o tecnologías más sofisticadas, y la lujuria (que no es solo sexual) de experimentar emociones que únicamente un limitadísimo grupo puede permitirse. Ello no obsta para que me parezcan repugnante las comparaciones que se han hecho con otras tragedias marítimas que implican a emigrantes en pateras. Todos los seres humanos tienen el mismo derecho a ser ayudados y rescatados, pero es una obviedad que algunos están en mejor disposición que otros para acceder a esas ayudas. La desigualdad y la estructura social piramidal preside la sociedad humana desde sus inicios. Los náufragos de una patera deberían ser atendidos, pero los millonarios inconscientes también. Aunque hay que aceptar que los costes de esas segundas búsquedas deberían financiarse por las víctimas que deliberadamente se han puesto en ese riesgo y no por la sociedad que asiste estupefacta a estos dramáticos eventos.
Volviendo al principio: habría que distinguir ente los aventureros con fundamento y los necios. Ha habido grandes aventureros que han cambiado la historia de la humanidad y nos han mostrado el mundo como nunca antes se había visto, desde Cristóbal Colón y todos los exploradores del Nuevo Mundo (Ponce de León, Almagro, Pizarro, Cortés…) a Amundsen, Shackletton, Hillary o Neil Armstrong. Quedémonos con ellos y olvidemos a los infelices que pagaron tan caro su absurdo afán aventurero.
Foto: Portada de la revista Puck de 1912 con caricatura de la tragedia del Titanic. Wikimedia.