La noticia literaria de actualidad en España y en particular en la Comunidad Valenciana es la concesión del Premio Cervantes 2020 al poeta valenciano Francisco Brines (Oliva, 1932). Este poeta acumula los galardones literarios más importantes en el ámbito de la lírica: Premio Adonais, Premio Nacional de la Crítica, Premio Fastenrath de la Real Academia Española, Premio de las Letras Españolas, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana…
Desde «El Cantarano» nos sumamos a las felicitaciones que el poeta recibe en estos momentos en los que su salud y las circunstancias de la pandemia han provocado la anulación de la ceremonia de entrega del Premio Cervantes.
Hace apenas unos meses, en el otoño de 2020, Consuelo Jiménez de Cisneros mencionaba a Brines en su último ciclo de conferencias en la Sede Universitaria de Alicante sobre «Los poetas y el mar»: concretamente, en su última intervención dedicada a los poetas de la Comunidad Valenciana. Parece inevitable que el tema del mar resulte relevante para un poeta valenciano, y se da la circunstancia de que una de sus antologías más recientes, «Yo descanso en la luz», ha elegido un motivo de temática marinera como ilustración para su portada.
A continuación reproducimos los textos elegidos por la conferenciante junto con los breves comentarios de presentación.
Francisco Brines […] probablemente es el poeta valenciano vivo con más proyección fuera de Valencia, y no solo en España, sino también en Hispanoamérica. Uno de sus poemarios más reconocidos se encuadra en el tema marítimo: La última costa, que fue elegido libro del año 1996 por ABC Cultural y ganó el Premio Fastenrath de la Real Academia Española de 1998. Este poemario se ha interpretado como una despedida de la vida, de ahí su título. El fragmento que hemos elegido nos puede recordar el mito clásico de la barca de Caronte que llevaba a los que morían al otro lado de la laguna Estigia, es decir, a ese más allá desconocido del que nadie regresa.
La última costa
Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.
Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.
Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel de todos a la niebla.
El dolor
Este poema se sirve de un paisaje marítimo para oponer dos figuras contrapuestas: la niña, gozosa y esperanzada, y el hombre que medita su dolor -que da título a la composición- frente al mar. Observamos cómo cada uno proyecta sus emociones en un mismo paisaje que interpreta desde su particular perspectiva. Y cómo, a los ojos del hombre, la niña «envejecía misteriosamente».
La niña,
con los ojos dichosos,
iba -rodeada
de luz, su sombra por las viñas-
a la mar.
Le cantaban los labios,
su corazón pequeño le batía.
Los aires de las olas
volaban su cabello.
Un hombre, tras las dunas,
sentado estaba,
al acecho del mar.
Reconocía la miseria humana
en el gemido de las olas,
la condición reclusa de los vivos
aullando de dolor,
de soledad, ante un destino ciego.
Absorto las veía
llegar del horizonte, eran
el profundo cansancio del tiempo.
Oyó, sobre la arena,
el rumor de unos pies
detenidos.
Ladeó la cabeza, pesadamente
volvió los ojos:
la sombría visión que imaginara
viró con él, todavía prendida,
con esfuerzo.
y el joven vio que el rostro
de la niña
envejecía misteriosamente.
Con ojos abrasados
miró hacia el mar: las aguas
eran fragor, ruina.
Y humillado vio un cielo
que, sin aves, estallaba de luz.
Dentro le dolía una sombra
muy vasta y fría.
Sintió en la frente un fuego:
con tristeza se supo
de un linaje de esclavos.