EL HOMBRE QUE COLECCIONABA VERANOS

Autor: Juan Antonio Urbano.

Tras pasar por un largo tiempo de restricciones que impedían la libre circulación de las personas prohibiendo el desplazamiento a otras zonas y después de habernos tenido encerrados en nuestras casas a causa de la pandemia, el deseo de viajar, de trasladarnos a otros sitios se ha hecho más grande. Tenemos necesidad de vacaciones para poder viajar, ir a ver otros lugares que nos hagan olvidar los meses de “cautiverio” detrás de una mascarilla, que nos han tenido alejados de nuestros seres queridos, de abrazos, de contactos cercanos. Sentimos la necesidad de disfrutar los veranos.

Esa necesidad de veranos es la que sentía nuestro hombre, que era una persona encerrada en sí mismo y ansiaba los veranos para romper con la estructura mental que lo enclaustraba. Jamás sonreía; sólo dibujaba en sus labios una leve sonrisa cuando pensaba en el verano. Se acercaba al espejo para poder contemplar esa mueca en su rostro que le desinhibía.

Era un hombre oscuro, de pensamiento ingrávido y edad sin concluir. Nulo en expresiones y parco en palabras. Mostraba su mundo interior a través de sus largas, perfiladas y pulcras uñas. El tedio de su vida le había llevado a moverse deambulando entre aquellas mesas con movimientos inconexos y torpes apoyando sus pies de pato y moviendo sus arrítmicas piernas con hechura de pingüino de zoo. Destacaba su barba de pelo aleatorio de color desgastado. Entre ella corría el aire buscando los holgados pasillos de pelos crecidos a su libre albedrío. En fin, un bondadoso y extraño hombre de sólo cinco palabras: “Recibirá un SMS al móvil”.

Por fin disfrutaba de sus merecidas vacaciones de verano. Estaba viendo la televisión en su habitación del hotel en el que llevaba ya unos días. Y prestó atención a aquella noticia en la que se comentaba que Lucy, nuestro ancestro más famoso, murió al caerse de un árbol. Lucy, el fósil de ‘Australopithecus afarensis’ hembra, vivió hace más de 3 millones de años en lo que hoy es la región de Afar en Etiopía. Fue bautizada con este nombre porque en el momento del hallazgo los investigadores estaban escuchando la canción «Lucy in the sky with diamonds» de Los Beatles. Lucy y los miembros de su especie habían sido el nexo de unión entre la vida en los árboles y la adaptación a la vida bípeda. Esta adaptación les había hecho perder facultades en su hábitat arbóreo por lo que muchos caían en sus desplazamientos por los árboles a una velocidad de sesenta kilómetros por hora. El cambio climático les estaba obligando a cambiar de modo de vida, pues los bosques se estaban retirando y en las llanuras se veía mejor a distancia elevando su cuerpo y caminando con los dos pies. Este cambio hizo que sus descendientes, miles de años después, poblaran toda la faz de la tierra. Pero, mientras se consolidaban estos cambios, muchos Australopithecus caían de los árboles por las pérdida de facultades de sus manos trepadoras.

El hombre oscuro apagó la televisión, bajó al garaje del hotel donde estaba su coche y se dirigió a las afueras del lugar. Llegó hasta un bonito bosque poblado de árboles mientras recordaba que había leído en un periódico gallego que los bosques de Galicia están en peligro y se necesitaba un plan de gestión forestal a corto plazo para frenar la desaparición de la masa arbórea. La organización ecologista WWF Adena advierte que la comunidad gallega sufrió 150.000 incendios y conatos de incendio (menos de una hectárea de superficie) desde 1995 y de no frenar el ritmo los daños serán irreparables.

Dejó el coche en un camino cerca de la arboleda de un bosque e inició un paseo pausado, con el relax de un alma que busca la paz interior. Los bosques siempre le recordaban a su madre que le encantaba pasear por el que había cerca de su pueblo. Él la acompañaba y la veía disfrutar respirando el aire puro con olor a encina o pino mientras la madre le decía: “Hijo, estos son los momentos más felices para mí desde que tu padre faltó”. Acabado el recorrido y con los pulmones henchidos de naturaleza y salud volvió al hotel para comer, pues ya era tarde y el paseo le había abierto el apetito. Por la tarde recorrió las calles de la ciudad contemplando los edificios, los escaparates y las gentes con las que se cruzaba. Le encantaba pararse en los semáforos y ver como pasaban los coches en un sentido y en el otro mientras esperaba a que se pusiera verde, y eso era la guinda del pastel, cuando se paraban todos y se hacía el silencio de motores, entonces pasaba majestuoso él hasta la otra acera. Llegó a un parque y se sentó a la sombra de uno de sus árboles, pues otra cosa que le gustaba eran los parques en los que había niños jugando felices y ver a sus madres y algún padre controlando para que no les pasara nada. Pasado un rato continuó el recorrido de la ciudad y volvió al hotel donde cenó y se fue a su habitación.

Al día siguiente, domingo, como era habitual en sus viajes veraniegos, se acercaba a la puerta de una iglesia para ver salir a los feligreses. Ése era uno de los momentos más deseados para él, ver como salían juntos mayores, jóvenes y niños, y observar cómo iban vestidos, ver lo bien que les sentaban las ropas y lo guapos que iban los pequeños. Se sentía feliz viendo pasar a las personas y a sus hijos de la mano o correteando a su alrededor. Hasta que recordaba su niñez, lo estricta que se volvió su madre cuando murió su padre y lo rígida en las vestimentas que lucía ella y que le hacía poner a él para guardar el luto. Era uno de los peores momentos de la semana ir a misa vestido de aquella, para él, tétrica manera.

Esa noche no podía dormir; hacía calor. Se vistió y fue al coche. Se dirigió al bosque donde había estado el día anterior, y como siempre, sacó de su bolsillo una navaja muy afilada. Jugó a ver el reflejo de la luna en su hoja y se dirigió hacia un árbol elegido al azar. Empuñando con fuerza aquella herramienta cortó con decisión una ramita. La olió y se dirigió de nuevo hacia el coche. Volvió al hotel con su trofeo y durmió placenteramente.

Por la mañana temprano sonó la alarma de su móvil. Se levantó, se duchó y volvió a su casa. Allí, en la pared de su habitación tenía colgado un considerable número de ramitas secas con un nombre debajo de cada una, el nombre del lugar al que pertenecieron. Después de deshacer la maleta se dispuso a colocar la nueva ramita del último bosque que había visitado para aumentar su colección de veranos.

Volvió a su trabajo y a su vida monótona y aburrida.

Sentado ante el televisor con una cerveza en la mano escuchaba las noticias. El incendio del bosque estaba arrasando la zona. Peligraban algunas casas. Ya había un bombero muerto y dos miembros de protección civil heridos de diferente consideración. En la televisión aparecía un hombre ante la cámara dando su opinión sobre el hecho. Diciendo que aquel incendio era provocado y que el pirómano que lo había hecho era un terrorista medioambiental y un homicida, porque había causado con su acción la muerte de una persona.

Era el bosque en el que hacía un par de días había estado el hombre oscuro. Levantó el botellín de cerveza con una leve sonrisa de satisfacción entre los labios y dio un largo trago.

Sonó el timbre de su casa. Se oyó golpear la puerta a la vez que gritaban: “¡Policía!”

Fue su último verano en el que mataba el recuerdo de su madre que tanto amaba los bosques.

Ilustración: Fotografía de Consuelo Jiménez de Cisneros.

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