DOS NUEVOS MICRORRELATOS DE ZIZI KESSLER

EL RETRATO

En casa no había fotos por ningún sitio. La realidad era todo el Universo. Vivíamos el presente sin tener percepciones de pasado ni premoniciones futuras. Tampoco entendíamos qué era ser feliz o infeliz. La filosofía y la psicología eran grandes construcciones ajenas a nuestro mundo. Teníamos juguetes sencillos pero profundamente arraigados a nuestro ser. Los días eran días; las noches, profundas, misteriosas y en el guardarropas la vestimenta era para cada estación. La escuela llenaba el espacio de las glorias secretas donde descubrimos el milagro de las matemáticas, de la geometría y asomamos la nariz a la geografía, historia, literatura con esos escapes musicales semanales donde cantar era eso: cantar a la vida.

Un día, llegó a casa el cartero . Hecho extraño, mas no imposible. Dejó bajo firma un bulto plano que me recordó a los baldosones del patio enamorados de la rayuela inmortal. No presté más atención al envío postal recibido y acudí a la cita donde la hamaca me esperaba para soñar con la estratósfera de mis pensamientos. A la tardecita, una luz tenue de sol y sepias inundó el comedor; el piano en manos de mi madre que tocaba Chopin era trino fugitivo de sublimes sueños. El tiempo se había detenido. Repentinamente, algo novedoso robó mi atención. En la pared, levemente reclinado el retrato de una mujer miraba de soslayo con ojos vivos en mis genes.

Ese día conocí a mi abuela.

LA TRANSMIGRACIÓN

Habíamos llegado extenuados a Chamonix. La travesía era un desafío un tanto irracional, sostenido por la ilusión e ingenuidad normal de los inexpertos.

Hicimos noche en la base del Mont Blanc, hacinados por el imprevisto arribo de un contingente proveniente de Montreux. No pude conciliar el sueño, alienado con la idea de la escalada. Pronto llamaron a desayunar y fui el primero en sentarme a una especie de mesa improvisada sobre la cual enormes tazas de café temblaban con irreverencia.

Partimos al amanecer. La temperatura en la estación primaveral era baja y había charcos de hielo donde nos deslizábamos a modo de fugitivas copias de tiempo. Miré los cordones bien ajustados y aseguré acopios por décima vez, no sé por qué las pertenencias bailoteaban rítmicamente sobre mis espaldas como una réplica avizora pero levemente extraña. Llegamos al punto inicial de la escalada y el guía nos dejó mientras el instructor dio órdenes precisas.

El corazón tocaba la ladera del imponente macizo. Imposible más tensión, manos y piernas tomaron lentamente la rigidez disciplinada del ascenso. Poco a poco sentí los brazos densos invadidos por un hormigueo voraz. Vi extensas manchas  salitrosas, sostenido por dos estalactitas firmes. Dejé de sentir los pies, feliz de poder olvidar el frío. Tuve una náusea pasajera y la cabeza comenzó a latir en el miedo de la íntima emergencia. No entraba el aire con fluidez y un zumbido de gloria se elevó como estandarte vertical. Quedé estático y sudoroso. Dije un nombre antiguo, quizás estudiado en las clases de latín o de griego. Pude articular una vieja oración aprendida en la niñez y llegué hasta el lamenta inaudible y solitario. Traté de recordar el final, pero no pude. En su búsqueda, rodé con la nieve hecho un ovillo gigantesco donde volaban mariposas y algunas plantas colgantes miraban con sus clorofilas translúcidas.

Grité, lloré, abrí los ojos: estaba en brazos de mi madre. Acababa de nacer.

Ilustraciones: archivo de Consuelo Jiménez de Cisneros. Fragmentos de grafitis sitos en una calle de Alicante y firmados por RKS ONE 2020.

 

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