Al final de cada cucharada, hay una huella tuya. Detrás de cada puerta que se abre, hay una huella tuya. Al pasar las hojas de un libro, te encuentro. Al caminar por el sendero transparente, me topo con tus manos. Pero el aroma del chocolate se desvanece entonces, como tú, y la página del diario se vacía de letras. Pero el blanco de las nubes se oscurece entonces, como tú, y la fotografía que todavía guardo se vacía de colores.
Echo de menos quererte. Echo de menos desearte. Me han enseñado que las heridas se curan mejor con caramelo. He aprendido que una simple caricia es el mejor ungüento. Y que enredarse en un recuerdo que duele, como tú, no ayuda mucho a apartar la locura. Echo de menos los vuelcos de corazón que provocaban tus ojos grandes. Echo de menos sonreír cuando nadie mira. Pero el tiempo me ha enseñado que estancarme en un pasado que hiere, como tú, no ayuda mucho a estar vivo.
Al final de cada sorbo, hay un reflejo tuyo. Detrás de cada canción, hay un reflejo tuyo. Al pasar las hojas del calendario, te sorprendo. Al deambular por la calle transparente, tropiezo con tus ganas de crecer. Pero la fábula de mis duendes se desvanece entonces, como tú, y el dormitorio se vacía de sueños. Pero el cristal de mi cordura se empaña entonces, como tú, y la alegría de tus gestos, que todavía guardo, se vacía de sentido.
Echo de menos tenerte. Echo de menos pensarte. Me han enseñado que las tristezas se curan mejor con nuevas mieles. He aprendido que un sencillo mimo es el mejor remedio. Y que abrazarse a la memoria que lastima, como tú, no ayuda mucho. Echo de menos el desmayo que provocaba tu voz en el teléfono. Echo de menos ser feliz, aunque nadie mire. Pero el tiempo me ha enseñado que arruinar el alba en un pasado que lacera, como tú, no ayuda mucho.
Al final de cada risa, estás tú. Detrás de cada llanto, estás tú. Y yo echo de menos tener un rumbo, echo de menos estar perdido.