Por Consuelo Jiménez de Cisneros.
El 31 de diciembre es uno de los días más festejados del año y sin embargo, para muchas personas, puede ser uno de los más difíciles. Pues el fin de año nos hace pensar inevitablemente en el fin de la vida humana y por tanto en su último tramo que es lo que llamamos, lisa y llanamente, vejez. Un periodo de la vida como todos los demás, con aspectos positivos y negativos. Cada individuo la disfruta o la padece como puede. Cierto es que en muchas ocasiones la vejez viene a ser el resultado de lo anteriormente vivido, tanto desde el punto de vista económico (lo que se ha conseguido ahorrar o invertir o la paga a la que se tiene derecho por lo trabajado) como desde el afectivo (las amistades que se han ido forjando a lo largo de una vida, las relaciones familiares que se han podido mantener a pesar de los frecuentes conflictos que se suscitan). Ello no obsta para que, a veces, las personas mayores, ahora tan de moda sobre todo porque se ha visto que son un importante sector para el comercio, no reciban lo que merecen.
Al desprecio, el olvido, la falta de afecto y, en el peor de los casos, el maltrato (físico, emocional, económico) se suma esa especie de condescendencia humillante en el trato, esa cicatería en el tiempo de visita, esa intrusión en la intimidad con opiniones no solicitadas. Desgraciadamente, no todas las personas mayores tienen recursos para defenderse en esas situaciones. No hablo aquí de recursos económicos, sino de recursos emocionales. La fortaleza suficiente para asumir que ya no son necesarios y por tanto son menos queridos, menos deseados, menos acogidos. Entender que ya no son parte protagonista, sino secundaria -a veces, menos aún que secundaria: puro adorno momentáneo- en las vidas de los hijos. Son muy afortunadas las personas mayores que, por suerte para ellas, no viven solo para sus descendientes, sino que gozan de una vida social, de unas aficiones que ocupan su tiempo y de una filosofía vital que les acompaña y les permite tomar cierta distancia de cuanto les afecta.
Tengo la suerte de contar con unos amigos -no diré sus nombres por respeto a su intimidad- que acogen en su casa a una persona nonagenaria, tía de ella, la cual convive con ellos como una más de la familia. Nunca he visto a una persona mayor tan feliz, y es porque vive rodeada de amor, que es el mejor alimento y la mejor medicina. Mis amigos la recogieron después de la pandemia, pensando que estaba en las últimas, pero revivió como la flor mustia que se riega y resucita.
En otras circunstancias se encuentra ese otro sector de personas mayores a quienes los descendientes explotan, los llamados «abuelos esclavos». En esto, como en todo, se peca por no llegar como por pasarse, por apenas permitir el trato con los nietos como por imponerlo en exceso para convertir a los abuelos en cuidadores gratuitos.
Estaba releyendo el magnífico tratado de Cicerón «De Senectute». No seré tan pedante para decir que lo leo en latín, aunque sí en una versión bilingüe latino-española. Siempre recomendaré ir a las fuentes, a los clásicos, inspiración secreta y no confesada de muchos libros actuales de auto-ayuda. En este libro, Cicerón, que tenía aproximadamente mi edad actual cuando lo escribió, promueve una vejez activa, saludable, con cuidados del cuerpo y el alma que están más de actualidad que nunca y que ya recomendaban los griegos antes de Cicerón. Para que se sepa que se ha inventado muy poco en el concepto aunque sí se haya avanzado en las formas, incluyendo ahí la tecnología.
La pérdida o disminución de la capacidad de disfrute de los placeres y la cercanía de la muerte son otros aspectos deplorables de la vejez que Cicerón trata de contrarrestar. Hay placeres que se pueden mantener, otros vale más olvidarlos; en todo caso, ha de primar la moderación para su disfrute, como dirán los epicúreos y los estoicos.
Respecto a la muerte, de nuevo hay coincidencia con Epicuro: ¿por qué sufrir por algo que es inevitable pero que no vivimos? Porque mientras hay vida, no existe la muerte, y cuando esta llega, no hay ya sufrimiento. Para el creyente, la muerte es la puerta a un más allá deseable, mientras que para el no creyente, es el fin natural de la vida sin que haya nada detrás. Por eso Cicerón propone acabar la vida «a su debido tiempo», quizá una forma sutil de propugnar una eutanasia voluntaria razonable, pues vivir sin calidad de vida, como una planta dependiente de otras personas y de aparatos, no es vivir una vida digna.
Mucho se ha escrito sobre la vejez después de Cicerón. En nuestra literatura clásica castellana, no puede obviarse la descripción que hace La Celestina de la vejez: «mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo porvenir, vecina de la muerte, choza sin rama que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega«. Sin embargo paradójicamente, todos quieren alcanzar esa etapa a pesar de sus muchos inconvenientes. En eso coincide con lo expuesto por Ciceron -por medio de Catón, el protagonista anciano de su obra-: «Todos se esfuerzan en alcanzarla y, una vez conseguida, todos la culpan».
Cicerón no obvia el conflicto relacional de los mayores con los jóvenes. Por una parte estima que los mayores deben ganarse el respeto de los jóvenes por sus propios méritos y por lo que han hecho anteriormente en su vida. También reconoce que los mayores pueden resultar pesados o inoportunos para los jóvenes. En este campo diríamos que hay tanta casuística como seres humanos, y que entre jóvenes y entre mayores, en similar proporción, hay individuos dignos e indignos, generosos y miserables. A menudo no es la edad, sino la condición moral y el temperamento lo que determinan la conducta.
Concluyo con una confesión muy personal. Me habría gustado haber visitado y acompañado más a menudo a mi tía materna medio hermana de mi madre, María Josefa Baudin, en sus últimos tiempos. Es cierto que yo entonces tenía hijos pequeños, un trabajo, muchas ocupaciones; pero debí hacer un hueco para esa persona que tanto y tan desinteresadamente me quiso y cuyo cariño incondicional, que no juzgaba, que no pedía, que no imponía nada, me sigue acompañando como una de las mejores cosas que me han pasado en la vida.