MUJERES EN MARRUECOS: RECUERDOS Y ANÉCDOTAS

Autora: Consuelo Jiménez de Cisneros.

He visitado Marruecos como turista en un par de ocasiones y he vivido y trabajado allí durante cinco años y medio (desde 2010 a 2016), residiendo en tres ciudades diferentes: Fez, Rabat y Tetuán. Durante mi estancia tuve oportunidad de recorrer el país debido a mis compromisos de trabajo y tuve contacto especialmente con el mundo escolar, académico y universitario, así como con los centros culturales tanto españoles como marroquíes. También me dediqué a visitar Marruecos en mi tiempo libre, procurando conocer aspectos que no son los que se suelen mostrar al turista. Tuve el privilegio de acceder a lugares donde no es habitual la presencia de extranjeros; el hecho de ir vestida con una chilaba y un velo y sobre todo de ir acompañada por marroquíes facilitó estas experiencias.

Mi estancia en Marruecos me permitió conocer de primera mano el mundo de la mujer en múltiples facetas. Por una parte, su cultura en sentido amplio, lo que comprendería desde la artesanía, algunas de cuyas especialidades están en manos femeninas preferentemente, hasta la música u otras artes. Tuve ocasión de ver actuaciones de artistas marroquíes, hombres (en mayor número) y mujeres. Pude apreciar los trabajos textiles de mujeres marroquíes, desde su admirable confección manual de mantas y alfombras de pura lana hasta los diseños modernos de ropa, caftanes, pañuelos, etc. que se vendían en las boutiques de las grandes ciudades.

El hecho de vivir en Marruecos me llevó a interesarme por la cultura literaria del país y descubrí la relevancia de extraordinarias mujeres escritoras, de las cuales haré una selección muy reducida para no alargarme en exceso. No hablaremos solo de mujeres de Marruecos, sino también de mujeres en Marruecos: extranjeras que lo han visitado o han vivido en el país y han puesto por escrito sus vivencias.

Empezaremos por las escritoras marroquíes contemporáneas más relevantes. Dos nombres nos vienen a la cabeza: es el de la fasí (nacida en Fez) Fátima Mernissi (1940-2015), Premio Príncipe de Asturias en 2013, que en su obra ensayística y literaria defendió los derechos de las mujeres, siendo ella la primera mujer de su familia que estudió. En 1975 se atrevió a publicar un ensayo titulado Sexo, ideología e Islam, que sería el primero de otros varios; pero su obra más conocida es su autobiografía Sueños en el umbral, memorias de una niña en el harén (1995) que recoge los recuerdos de su casa familiar en Fez, donde se vivía al modo tradicional.

El segundo nombre sería el de Najat el Hachmi, que aunque legalmente sea española, nació en Nador en 1979. La novela que la consagró, titulada El último patriarca, narra una historia, también inspirada en sus memorias familiares, que presenta un desgarrador cuadro del maltrato de una mujer marroquí a manos de su marido, anclado en una sociedad patriarcal, y de las dificultades de las jóvenes marroquíes que tratan de aclimatarse en Europa. Este libro redactado originalmente en catalán obtuvo el Premio Raimon Llull en 2007. La autora acaba de obtener el premio Nadal 2021 con su novela El lunes nos querrán. Como anécdota puedo contar que, al año de llegar destinada a la Consejería de Educación de la Embajada de España en Marruecos, me encontré con Najat el Hachmi en el número 22 de nuestra revista institucional Aljamía, que yo dirigiría durante cuatro años. Una entrevista en la sección «Encuentros» y un artículo del profesor Christian H. Ricci, de la Universidad de California (Identidad, Lengua y Nación en la Literatura Amazigh-Catalana) dedicaban amplios análisis a El último patriarca y a su autora, la cual afirmaba: No sé cuál será el papel de las mujeres en el futuro, pero de momento ya son mucho más visibles de lo que nunca han sido antes.

Si cambiamos de perspectiva y buscamos la visión de Marruecos desde una mirada femenina no marroquí, nos podemos remontar hasta finales del siglo XIX, cuando una joven inglesa llamada Emily Keene se instaló en Tánger de la mano de sus padres y se enamoró de un rico cherif (cargo político marroquí), con quien se casó pasando a ser su segunda esposa. Su historia comienza en 1872, fecha de su llegada a Marruecos. Esta mujer dejó por escrito sus memorias, donde narra las dificultades de conciliar el mundo musulmán y el europeo. Sobresale el asombroso pacto al que llegó con su marido respecto a su prole: los hijos se educarían en la cultura del padre y las hijas en la de la madre. Su libro se puede encontrar en inglés (su lengua original de redacción), en francés y también en español, en una edición de 2018 de la editorial Renacimiento con el título Emily, jerifa de Wazan. La historia de mi vida. Yo tuve ocasión de conocer en persona a uno de sus descendientes, por medio de una amiga común que trabajaba en el Consulado de España. Me llamaron la atención los ojos azules y el porte europeo de aquel marroquí hasta que me descubrió quién había sido su bisabuela inglesa, cuyos genes claramente había heredado.

En el verano de 1935, una mujer catalana recorrió el país magrebí armada, como ella misma indica, de un bloc de notas y una máquina de fotos Kodak. Escribe un libro de viajes sorprendente donde, entre otros detalles, refleja la condición de la mujer marroquí. Se trata de Aurora Bertrana, que titula su libro, originalmente escrito en catalán, Marruecos, sensual y fanático. Libro que fue reeditado en 2009 con un prólogo de la estudiosa marroquí Fatiha Benlabbah.

Más cercana en el tiempo es la peripecia de Paquita Saavedra Barnusell, autora del libro autobiográfico Del Amalato a la Moncloa (2012), donde cuenta su experiencia como secretaria de alto nivel en la política española, luego marroquí y finalmente española, consiguiendo en todo momento el respeto de sus superiores, desde el Cherif de Uazzam hasta Calvo Sotelo y Felipe González, por su extraordinaria discreción y dedicación. Posteriormente publicaría una novela protagonizada por una mujer: Jadiya, la hija póstuma, ambientada en el mundo rural tangerino.

Las mujeres son partes esencial de cualquier antología que se precie, como se observa en la del profesor Mohamed Laabi titulada Voces de Larache y publicada en 2005. Su autor tuvo la amabilidad de dedicarme un ejemplar. La primera persona que aparece mencionada es una escritora española, en concreto alicantina, residente largos años en Larache y zona norte de Marruecos: Trina Mercader (1919-1984), la cual destacó por ser editora de la revista literaria Al-Motamid, donde publicaba autores en lengua española y árabe; además creó la colección de poesía Itimad, anagrama de Tímida, que era el seudónimo con el que firmó su primer poemario. Pero no es la única mujer que aparece en este libro, porque también encontramos a la judía marroquí (actualmente instalada en Estados Unidos) Miriam Beniflah Moryusef, que escribe poesía en inglés sobre sus recuerdos de Larache.

El peso de la mujer en cualquier recopilación se observa especialmente en el libro titulado Españoles en Marruecos (1900-2007). Aquí sobresalen los testimonios y recuerdos de Paquita Gorroño, una mujer casi centenaria en el momento de redactar sus memorias, madrileña y republicana hasta la médula, que se educó en París, se exilió en el Rabat del Protectorado francés durante la guerra civil española y permaneció en Marruecos el resto de su vida, trabajando como institutriz y secretaria: nada menos que de Wenceslao Roces en la Valencia republicana y luego del príncipe Mulay Hassan, el futuro rey de Marruecos Hassan II. A sus memorias se unen las de Margarita Ortiz Macías, que se presenta como «Española residente en Casablanca» para hablarnos de «Cuatro generaciones de españoles en Casablanca».

En todos los testimonios admiramos la convivencia entre culturas que de manera espontánea se producía: cristianos, judíos y musulmanes compartían escuelas, comercios, fiestas religiosas y profanas con gran armonía.

Más recientemente, la escritora tetuaní de origen sefardita Esther Bendahan, conocida por haber dirigido el programa Shalom de Televisión Española, se revela literariamente con su novela Deshojando alcachofas (Seix Barral, Madrid, en 2005) una historia de tres mujeres interrelacionadas. Un año después y en la misma editorial publicaría Déjalo, ya volveremos, que, como vemos en tantas escritoras, se inspira en sus memorias de infancia para dejar constancia de un mundo que cambia y se disgrega: en su caso, el de la comunidad judía de Marruecos.

A continuación voy a narrar algunas de mis experiencias personales relativas a las mujeres y su mundo, en ese país que aparece tan cerca geográficamente pero tan distante por otros conceptos.

Lo primero que tuve que asumir cuando llegué a Fez en septiembre de 2010 fue que tenía que cuidar mi vestimenta. Esto era algo novedoso en mi vida, pero mi propio hijo que me acompañaba en aquel viaje (y a quien desde aquí agradezco su compañía en aquellos difíciles primeros días) me lo aconsejó, algo que nunca antes había hecho. Hacía mucho calor en aquel fin de verano, un calor asfixiante, y sin embargo yo debía ponerme un pañuelo para cubrir mis hombros porque no estaba bien visto caminar por la calle con los clásicos vestidos veraniegos de tirantes, ni mucho menos si esos vestidos no descendían hasta la rodilla. La minifalda era impensable. Especialmente en Fez, capital espiritual de Marruecos y una de las más conservadoras. Recuerdo que me hice con camisetas de mi hijo porque tenían algo de manga y el cuello cerrado y yo no podía ponerme las mías, más abiertas, si me lanzaba a ir sola por la calle. Y no hablamos de la Medina, sino del barrio europeo con avenidas que nada tienen que envidiar a las de una capital occidental. Más tarde sí vería minifaldas y escotes exagerados, pero eso sucedería en Marrakech, ciudad turística, y por parte de marroquíes de clase alta, europeizadas, que se permitían prescindir del velo entre otras licencias. En esto, como en muchos más aspectos, Marruecos es país de contrastes.

Pasé casi un año en Fez, donde la vida social era muy limitada. A veces, no sé si por compasión de mi soledad, me llamaba un joven profesor del Instituto Cervantes para ir a alguna parte: una exposición, un evento o simplemente un paseo para recalar en alguna típica tetería. Recuerdo que yo solía esperarle en un banco de aquella bonita avenida junto a la cual ambos vivíamos. Casi siempre se me acercaba algún hombre a hacerme alguna proposición, pues una mujer sola y europea, da igual su edad y aspecto, fácilmente es interpretada como lo que llamaríamos «buscona».

Desde luego, estamos hablando de desconocidos. Los marroquíes varones con quienes tuve ocasión de tratar, desde los taxistas a los profesores de universidad, los profesores y estudiantes de español, los inspectores del Ministerio de Educación marroquí, los porteros y personal de servicio… Todos ellos sin excepción me trataron con respeto y en algunos casos con afecto (siempre respetuoso). Pero es que para ellos yo era una asesora técnica del Ministerio de Educación de España (una colega para profesores e inspectores, una funcionaria para el personal del servicio) o bien una profesora para los estudiantes a los que impartía másteres, cursos de doctorado, etc. Es decir, no era una mujer anónima sentada en el banco de una avenida.

Con respecto a los estudiantes, recuerdo que en una ocasión, en la Universidad de Tetuán, yo, que siempre procuraba abrir las mentes de mis estudiantes (que eran hombres y mujeres, ellas casi en su totalidad con velo) me sucedió un pequeño incidente. Fue con un estudiante de los que, por su aspecto, se veía que era especialmente religioso. Me llevó la contraria con cierta furia por algún comentario que ya ni recuerdo de los muchos que yo hacía e inmediatamente otro estudiante le increpó recordándole que a la «señora profesora» había que respetarla. Es decir, mi condición de docente era la que prevalecía sobre mi condición de mujer.

En Fez tenía a una joven marroquí como asistente en labores administrativas. Ella iba siempre tapada de pies a cabeza y por supuesto con velo. Cuando pasó el suficiente tiempo para que hubiera confianza entre nosotras, recuerdo algunas de nuestras conversaciones, en las que yo le hacía reflexiones, a veces pintorescas, para intentar que pensara de otra forma, desde luego sin éxito. Ella me decía que llevaba el velo para no provocar a los hombres. Yo le respondía que eso me parecería bien siempre que los hombres también se pusieran velo para no provocar a las mujeres. Me miraba como si estuviera loca. No conseguí hacerle cambiar de opinión: las mujeres provocaban, los hombres no; las mujeres debían llevar velo, los hombres no.

El tema del velo es más complejo de lo que parece. Recuerdo el caso de una marroquí, esposa de un profesor universitario, que estaba siendo acosada en su trabajo (al que acudía sin velo) y tuvo que ponerse el velo para ser respetada. En Rabat ocurriría algo similar: mi fisioterapeuta, una joven marroquí que vestía a la europea, tenía problemas cada vez que venía a mi casa. Aparcaba su coche y, mientras sacaba el justificante, le ponían la multa, o bien se metían con ella, simplemente por su forma moderna de vestirse. Aunque parezca increíble, recuerdo que yo le aconsejaba que se pusiera el velo a fin de que pudiera ir con más tranquilidad. Le decía: «cuando llegues a mi casa te lo quitas, pero mientras vayas conduciendo lo llevas puesto para evitar problemas».

Esta situación podía ser más grave cuando el acoso no era puntual, sino crónico. Recuerdo el caso de unas maestras del norte del país, cada vez más conservador, que decidieron prejubilarse por las constantes agresiones verbales y vejaciones por parte de algunos de sus colegas varones debido a su actitud de no llevar velo como un acto reivindicativo. No se lo toleraron.

Durante mis años marroquíes tuve ocasión de tratar mujeres de toda clase y condición, desde la dentista con la que tenía conversaciones sobre todos los temas posibles hasta la limpiadora que solo hablaba árabe y con quien me comunicaba por señas y por palabras en dariya (árabe coloquial) que llevaba yo escritas en un cuaderno. Fueron muchas las mujeres marroquíes que traté, y de todas ellas guardo grato recuerdo. No puedo decir lo mismo de algunas españolas, pero en este punto corramos un tupido velo… que no debemos levantar por el momento.

En mi despacho de Fez trabajaba como limpiadora una marroquí cultivada, que hablaba un francés perfecto y aun algo de español. Con esta mujer hice amistad y ella fue la que me permitió visitar lugares tan especiales como los talleres de costura del barrio judío o Mellah, escondidos en los sótanos profundísimos de grandes casas que estaban así diseñadas para poder servir de refugio en caso de ataque, ya que los judíos estaban acostumbrados históricamente a sufrir de vez en cuando agresiones racistas. Eran salas completamente cerradas, sin aireación, donde las mujeres trabajaban a destajo en sus máquinas de coser para confeccionar las prendas que luego se venderían en el exterior, pero que se podían comprar allí mismo a mejores precios. Recuerdo a aquellas costureras elegantísimas, limpísimas, que a la hora de cerrar se ponían sus mangas de licra pegadas a los brazos para que no se les viera ni un centímetro de piel, y recuerdo sus zapatos elegantes debajo de las chilabas. Era todo como una extravagante contradicción.

Cuando ya vivía en Rabat, en cierta ocasión me desplacé a Fez para intervenir en un acto cultural y allí conocí a la primera (y casi única, porque creo que solo había otra en el país) mujer taxista de Marruecos. Me contó que su marido también era taxista y que él la había apoyado en sus deseos de sacarse ella una licencia de taxi. Evidentemente sin el permiso del marido no lo habría podido lograr. Recuerdo que me llevó en su taxi desde la estación de tren hasta el Instituto Cervantes donde había una sesión dedicada a los derechos de las mujeres y no quiso cobrarme el recorrido como muestra de consideración por el hecho de que yo fuera a intervenir en aquel acto a favor de la mujer.

En Rabat me integré en un grupo excursionista de marroquíes donde solo estábamos dos mujeres españolas. Nos acogieron con mucha amabilidad, hasta recuerdo el sombrero que me dio el que dirigía aquellos paseos como regalo de bienvenida. Eran personas cultas: profesores, periodistas, médicos… que iban en su mayoría vestidos a la europea. Y yo no me esperaba lo que nos sucedió en la parada que hicimos en una especie de refugio de montaña. Hombres y mujeres se sentaron en salas separadas. Se hizo el té y solo se sirvió a las mujeres después de que todos los hombres se hubieran servido. Para decir la verdad, como yo era extranjera tuvieron la deferencia de hacerme esperar lo menos posible. Comprendí que se trataba de costumbres ancestrales de las que ni siquiera eran conscientes. Como tampoco lo sería aquel profesor que me alquiló el piso en Fez y que pasaba por delante dejando que las puertas de la oficina donde fuimos a formalizar el alquiler cayeran sobre mí sin sujetarlas, porque esa cortesía de ceder el paso a la mujer o sujetarle la puerta allí se desconoce, salvo que el hombre haya venido a estudiar a Europa.

De mi breve estancia en Tetuán y Martil, no puedo olvidar el ciclo de conferencias-tertulia de temática feminista que la socióloga Inma Sanz nos impartió a un grupo de mujeres (y algún hombre) españoles y marroquíes en Martil, pueblo cercano a Tetuán. Las sesiones tenían lugar en el centro cultural que mantenían los franciscanos en dicha población, llamado Centro Lerchundi en memoria del franciscano vasco José María Lerchundi (1836-1896) destinado en Marruecos que redactó el primer diccionario árabe-español y abrió la primera imprenta hispano-árabe. Aquellas charlas versaban sobre el pensamiento de mujeres árabes pioneras en la reflexión feminista. Inma nos leía fragmentos escogidos de sus textos (que nos había enviado previamente por correo electrónico) los cuales luego comentábamos libremente, a veces con cierta fogosidad a la hora del debate. Todo esto se hacía gratia et amore, igual que las clases de apoyo que una catedrática española jubilada impartía a alumnos con dificultades e igual que otras muchas actuaciones inspiradas por la solidaridad y los deseos de ayudar y aportar lo que cada cual podía.

El libro en francés Femmes, culture et societé au Maghreb, en varios volúmenes en torno a diversas temáticas, recoge artículos sobre la mujer marroquí escritos por mujeres marroquíes desde una perspectiva legal, sociológica y antropológica.

En Martil y Tetuán conocí a mujeres marroquíes extraordinarias, tanto en el Centro de Formación de Profesores (una especie de Escuela de Magisterio) como en otros ámbitos. Recuerdo a una farmacéutica divorciada que había conseguido una relación tan correcta con su exmarido que compartían vivienda, cada uno con sus respectivos espacios, compartidos por el hijo en común. Esto lo vi en persona, porque visité aquellos pisos espectaculares en una urbanización ajardinada diseñada por los españoles durante el Protectorado.

Pues bien, esta mujer (no cito ningún nombre por discreción) cuando supo que yo iba a trabajar en Martil en gestión cultural de manera desinteresada, me ofreció un piso donde alojarme gratuitamente, algo que no consentí, y el poco tiempo que allí estuve le di un dinero rogándole que lo invirtiera en personas necesitadas, ya que me constaba que ella así lo hacía de su bolsillo. En efecto, lo que los cristianos llaman «caridad» es una de las principales virtudes musulmanas. Allí hay gente muy pobre, pero nadie muere de hambre porque siempre habrá un vecino que les dé un pan o un plato de comida. Hasta tal punto, que el panadero al que yo compraba dos panes, uno para mí y otro para el mendigo de la puerta, me cobraba el pan del mendigo a mitad de precio para colaborar él también.

Cuento estas anécdotas, y podría contar muchas más, a fin de mostrar que no se puede generalizar atribuyendo a un pueblo o a un grupo humano determinados vicios o virtudes e incluso determinada forma de ser. Esto me ha pasado en los cinco países en que he vivido, y mis prejuicios (a favor o en contra) respecto a franceses, alemanes, belgas, holandeses, luxemburgueses y marroquíes se han roto porque la realidad se han encargado de mostrarme que en todas partes y en todos los países hay personas buenas y malas, inteligentes y necias, honestas y engañosas. Aquí lo dejo para volver a las mujeres.

Si en su Don Juan el joven Zorrilla escribe aquello de «yo a los palacios subí, yo a las cabañas bajé…» lo mismo podría afirmar yo de mi experiencia en Marruecos. Mi bajada más profunda fue a aquellos talleres semiclandestinos de costura de la Mellah de Fez y también a su inmensa Medina guiada por una mujer muy joven, que ni siquiera sé si era guía oficial o tenía su permiso en trámite, la cual, cumpliendo quizá en exceso mi petición de visitar lo que habitualmente no se visitaba, nos llevó por unas calles donde el tiempo retrocedía a la época bíblica y se veía la mayor miseria que yo nunca he visto. Mujer atrevida aquella guía, capaz de discutir con la policía para defender su derecho a acompañarnos en aquel paseo.

En el extremo contrario, también subí a los palacios (literalmente). Por medio de una española casada con un marroquí de alta clase, accedí a un exclusivo círculo de mujeres marroquíes cuyo aspecto era totalmente occidental, y además «chic», ellas no se ponían velo. Estas señoras se reunían mensualmente para hacer tertulias culturales en francés seguidas de comidas exquisitas -recordemos que la gastronomía forma parte de la cultura marroquí- a las que me invitaron en un par de ocasiones. Desde luego eran invitaciones interesadas, en el sentido de que esperaban que yo les hablara de poesía femenina hispanoamericana, por ejemplo, como recuerdo haber hecho en un inmenso salón digno de «la revista del saludo», con vistas a un jardín cuidadísimo en el que destacaba un pabellón privado de la señora de la casa que contenía en su interior ¡una biblioteca!: la biblioteca particular de la dueña. Tengo que decir que los espacios del marido no los vi ni nadie me los mostró. Me figuro que estarían a la altura de los de la esposa o la superarían.

El ámbito de lo privado suele ir por delante de las legalidades y acaba modificando las costumbres. Recuerdo a una mujer marroquí que tenía un hijo de soltera y se casó con un hombre marroquí soltero con quien tuvo un par de hijos más. Estuve en su casa en más de una ocasión y vi el respeto del marido hacia su esposa y que trataba como suyo a aquel hijo que no lo era por la sangre. He visto hombres marroquíes que eran maridos respetuosos, es evidente que habrá muchos. La pena es que las noticias solo nos hablan de los maltratadores.

Voy a terminar esta incompleta recopilación con un detalle. En 2009, antes de solicitar mi plaza de asesora en Marruecos, visité el país para ir ambientándome. Recuerdo que una noche paramos en una tienda 24 horas donde había solo una mujer atendiendo. Me di cuenta de que la mujer en Marruecos se iba incorporando al mundo laboral de forma natural y con independencia. Y en efecto, las mujeres estaban en los comercios, en los bancos, en las instituciones, en todas partes. Dependiendo del lugar, unas con velo y otras sin él, unas vestidas a la manera tradicional y otras a la europea. No podemos olvidar, no obstante, que la época del Protectorado francés y español fue la que permitió a la mujer marroquí dar un paso gigantesco, tanto en su apariencia (basta ver las fotos de la época, en la Casablanca en blanco y negro, donde no se distingue a las marroquíes de las francesas) como, es de suponer, en su espíritu.

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