Presentación de Consuelo Jiménez de Cisneros.
Poema de Luis Soler.
Fotografías de Salvador Marcilla.
Para cualquier aficionado a la literatura y al arte, Silos es un nombre con una resonancia especial. Uno de esos lugares míticos de nuestra memoria al que acudimos, como el poeta cántabro, «peregrino al azar, mi alma sin dueño». Nunca está de mas recordar el lugar, la época en que las mujeres no podían entrar a investigar en la biblioteca, pero un fraile amable aportaba los microfilmes donde nuestros ojos casi niños se estrellaban en busca de la ciencia literaria medieval, que pronto abandonamos por otros menesteres. Silos era también soñar con la poesía de una perfección casi inalcanzable, y escribir unos versos de larga cuaderna vía en el mismo libro de todos los poetas como testimonio de nuestros pasos inciertos. El Monasterio tiene hoy una página web, pero su «aggiornamiento» no va más allá de eso: mantiene su estricta regla de admitir solo huéspedes masculinos, lo que me llevó a alojarme, durante aquellos días de mi juventud estudiosa y vagabunda, en aquella pensión austera y familiar de alimentos contundentes (aquella carne, aquella leche…) difícil de olvidar.
Nuestro colaborador, Luis Soler, nos ofrece un íntimo y descriptivo poema con su experiencia silense, acompañado de unas hermosas fotografías de Salvador Marcilla que nos trasladan, en un mágico viaje, al austero y eterno claustro de Silos.
Este Iluso Ser, viajando despacio por España, alcanza estas tierras castellanas, tan cercanas al ideal contemplativo. Su elegante amplitud ejerce en el ánimo del atento observador una beneficiosa influencia. Salvador Marcilla (Sam) oculto tras el objetivo, retiene un instante único; aísla, individualiza una secuencia que convierte en imagen estable, evocadora y bella.
SILOS
Monasterio perdido,
alejado, rodeado
de campos ocres y dorados
por el débil sol del ocaso.
Lugar sagrado,
escondido, elegido
por la serena paz
del sonido.
En sus muros duerme austera
la voz metálica de la campana
la melodía profunda y lejana
de la oración sincera.
A su sombra palidece
la soberbia humana,
oscurece y desaparece
la vanidad…
Gerardo subió por el ciprés
hasta las mismas puertas
del cielo. Camino siempre
ascendente.
El señor de las palabras
las trabaja con esmero
las convierte en sendero
trascendente.
Un fraile enciende la vela
bendice la vieja cruz de madera
y de esta sencilla manera
se inicia el ritual.
Sobre el latido del campanario
y el sonido vibrante
del órgano centenario
inician los monjes su canto.
El templo resuena
cuando suena unida
por el sentir interno de la fe,
la voz de la comunidad.
Concluye el rezo.
Flota en el ambiente
la somnolienta calma
del alma consciente.
Regreso más abierto
más sereno y despierto.