VIVÍAMOS EN MEDIO DE LA PAMPA HÚMEDA. UN RELATO DE ZIZI KESSLER

Vivíamos en medio de la pampa húmeda. Todo dicho. La Naturaleza era nuestra madre primera, por eso hablábamos el lenguaje del silencio para entendernos bien. Los murmullos eran atisbos que salían de los hinojales, erectos vigías en las siestas pampeanas. El roce de alas de las bandadas pasaban dejando la huella más cándida en nuestros oídos de niños.

Criados en una educación espartana, supimos del orden y de la mecánica biológica antes de aprender las ciencias duras. La infancia eran corridas por los totorales , algunas caídas y montadas en los mansos caballos que nuestro padre nos ofrecía con cortesía marcial.

Los años pasaron primero en una escuela rural y luego en la ciudad. De aquella vieja ranchada en la que flameaba deshilachada nuestra bandera, me quedó prendida en los ojos su movimiento, como cuerdas tiradas por el bravío Pampero. Mi hermana se negó a seguir estudios porteños, de modo que perdí contacto con ella, siendo niñas.

Seguí una carrera científica que me gratificaba y me sostenía erguida con la fortaleza del ombú solitario. Cierto día, me fui del país, pues gané una beca. La ciencia me avasalló e hizo de mí un robot enamorado de los sistemas del cálculo de posibilidades y mi cerebro ideó un apareamiento alfanumérico accesorio a cierto sistema cuyo servicio fue muy útil a la medicina nuclear. Mi familia pasó a otra parte del Universo. Habían quedado en otra Galaxia.

Todos envejecimos. Nuestros padres marcharon una tarde en que por accidente una locomotora los sorprendió en la curva de la muerte. Mi hermana tuvo una hija y yo quedé viviendo en Alemania, donde supe al finalizar mi vida, de las nuevas soledades, no pampeanas e infantiles sino tal vez mustias y lentamente grises tardes de nieve, habitadas por el avance de una lenta confusión.

El Alzheimer me llevó a otro mundo. Me desprendí de mi yo. El vacío era todo, tal vez lo más inteligente. El día y la noche no existían porque en verdad nunca lo habían sido como realidades tangibles dentro de mi mundo adulto, absorto en la pasión aritmética, exceptuando la infancia a la que retornaba esporádicamente, buscando siempre a mi compañera inseparable de travesuras, perdida en los tiempos.

Cierto día, la puerta se entreabrió. Poco a poco hubo luz, tal vez, mortecina y por ello no pude ver bien. Mas de pronto, el sol iluminó todo y recordé el rostro de mi hermana pequeña que por fin venía a buscarme. En sus brazos, alcancé a ver el ombú que me esperó tantos años.

Los círculos se cierran, así dicen por estos lares, donde el tronco del árbol es leña de muchas historias pampeanas, mientras el humo de nuestra vida penetra los azules y se disuelve en el rito final.

Ilustración original de Elsa Nutz.

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