Autor: Francisco Mas-Magro y Magro
La voz se oye tras de mí y, al volverme, un hombre relativamente joven habla solo, habla alto. Le habla a un móvil.
Podría conocer toda su intriga si persistiera en caminar a su lado. Con ese andar entre la gente sin sentirme acompañado.
Lo abandono dejándolo con su intento de orientar a alguien que no existe, al menos en el espacio que mi vista acapara. Quiere que sepa dónde se halla el punto de encuentro. “Allí nos vemos”. “No, no, no” -sospecho que la otra parte no comprende–. “Justo al otro lado”.
Camino con vaga rapidez por la alameda de Maisonnave. Quiero decir, por Maisonnave. La alameda de mis años de niñez murió con el utópico progreso y, en su lugar, hay un enjambre de personas que se mueven nerviosas.
“Soy español. Tengo 45 años y busco trabajo”. Es el cartel con el que casi tropiezan mis zapatos. El español, sentado a la puerta del Banco Comercial, observa el paso agitado de piernas. Piernas jóvenes, piernas viejas. Pies que se desplazan airosos. Pies que se arrastran con cansancio. Y más pies que son silencios. Son la soledad que atraviesa, como un AVE en medio del campo. Pies.
Y justo a su lado, un chaval desarrapado, con pinta de esquizofrénico, que se ríe el sólo sin aparente motivo. Salvo que se ría de su vida, claro. Excepto que, en este caso puntual de joven desastroso que no molesta a nadie y te pide un cigarrillo, beba la felicidad de su profundo delirio.
Esa es la soledad que oprime justo en medio de la multitud. Esa soledad que se acompaña, tantas veces, de un chucho que se mea en las farolas y sobre las fachadas de los edificios. La gran soledad del mundo globalizado.
No percibo más palabras, desde que aquel ser abandonara mi ruta. Desde que el muchacho -¡tan joven!–, desviara su camino por otros derroteros.
Se oye el silencio multitudinario de la calle, de la vida donde nadie parece existir. Calibras el espacio que recorres y puedes correr. Atisbos para no tropezar con tu semejante en esa maraña de seres vivientes que se desplazan por doquier. Gente que habla a nadie. Público como espectros que llenan los espacios. Espacios que están, realmente, vacíos de personas.
De pronto, esperando el cambio de color del semáforo, escuchas una voz, pegadito a tu oreja, una voz suave que suplica: “Dame algo”. Casi brincas alarmado por sentir el calor de la palabra que, esta vez sí, se lanza hacia ti. ¡Te agrede!
Solamente por esa sensación de vida serías capaz de darle un abrazo. Y el silencio, tras tu respuesta al sentimiento humano – “¡lo siento no llevo suelto!”-regresa al mutismo de la gran ciudad.
Y cruzas la calle. Y sientes que muchos hablan. Pero, ¿a quién? A una cajita normalmente negra que se encaja entre una mano y la oreja. “¡Te he dicho que no!” Grita la joven mujer. “¡Eres un sinvergüenza… Que no!” Y sigue caminando.
He visto corretear por las calles a gente que le lloraba al común utensilio, en un colmo de soledad que, supongo, le debe de oprimir tanto que explota en gestos y sonidos.
Y me inquieta, sin duda.
Se siente el claxon del coche, impaciente porque la prisa es superior a la potencia de sus caballos. El tubo de escape de la motocicleta reciclada. El sonido caliente de quien canta en una esquina los números del próximo sorteo: ”¡La abueeela, la nooooche y la mueeeerte! Para hooooy!” Con un “¡para hoy!” largo y sonoro.
Y bajo el calor de ese Sol que nos arropa, se me hiela la nariz por el frío del norte que corre en forma de brisa racheada y me arranca del vacío de la masa que habla sola, haciéndome comprender que la vida existe. La vida, como frío, como viento, como cualquier cosa que la Naturaleza envíe para recordar que existe. Que existe la vida. No esa soledad que llena el espacio de las calles de ondas y de perros.
Foto: Pedestrians. Pixabay.