DONDE CHAVELA VARGAS LLORÓ POR JOSÉ ALFREDO JIMÉNEZ

Autora: Lines González.

Ojalá que te vaya bonito
Ojalá que se olviden tus penas
Que te digan que yo ya no existo
Y conozcas personas más buenas.

Que te den lo que no pude darte
Aunque yo te haya dado de todo
Nunca más volveré a molestarte
Te adoré, te perdí, ya ni modo.

Cuántas cosas quedaron prendidas
Hasta dentro del fondo de mi alma
Cuántas luces quedaron prendidas
Yo no sé cómo voy a apagarlas.

José Alfredo Jiménez

El cementerio de Dolores Hidalgo no era ni con mucho interesante, ni desde el punto de vista de la arquitectura funeraria, ni desde el punto de vista de las potentes leyendas que a menudo atesoran los peculiares cementerios mejicanos. Ni tan siquiera presentaba aquí y allá, a vista de pájaro, alguno de esos colores pastel inconscientemente destinados a destacar, como si se tratara de dulces de difuntos, golosinas de altar de muertos, sobre el blanco dominante de las cruces católicas esparcidas entre los grises panteones góticos de las familias pudientes que pueden encontrarse a lo largo del vastísimo territorio mexicano.

Pero, una vez adentrados entre los estrechos espacios que dejaban libres las abundantes tumbas en tierra, pegadas una a otra en lucha por un espacio que por momentos parece faltar, algo se revela como inesperado, como extraño reptil, como inclasificable y espantosa criatura –escultura confundida de colorines, expandida en curvas descritas por minúsculas teselas verticales: es la tumba de José Alfredo Jiménez. Su sarape de rayas tallado en escorzo desde el extremo prolongado hasta lo indecible por el lado que toca el suelo hasta el gigante sombrero de la misma piedra que termina por coronar el monumento funerario. A través del sombrero charro, cristaleras de colores filtran hasta la tierra la luz que muere en una lengua enorme y gris donde la curiosidad popular encuentra cerrado el paso a la cripta subterránea. Diríase que la luz atraviesa sombrero y cabeza del charro para rendirse ante su incomparable garganta.

La casa museo del compositor y cantautor en Dolores Hidalgo, hace esquina entre las calles Guanajuato y Nuevo León. Presenta un color rojo oscuro atravesado por pinturas en líneas amarillentas que delimitan altas puertas de maderas desbastadas en colores verdosos. A su alrededor nada que llame la atención. Cada una de las ocho salas que alberga el museo lleva el nombre de una de las canciones más exitosas de el Rey que no fue rey aunque gozó de nocturno trono dorado y de numerosos súbditos fieles, ninguno de los cuales pudo convencerle para que dejara de beber. A veces puede encontrarse en la pequeña tiendecita del museo donde venden la música de el Rey junto con otros recuerdos, al sobrino que se encargó de mantener la propiedad de la casa contra pleitos e impuestos de sucesión impagados, largas batalles legales e incruentos despojos jurídicos. Cuando se siente inspirado, hasta firma los discos y los libros que se venden por unos pocos pesos; y puede que cuente alguna de las muchas anécdotas del tío. (“No tomes, José Alfredo, te vas a matar”. “Y si no tomo, ¿qué hago?”). Decían los vecinos que para ese momento, José Alfredo ya tenía varices en el estómago y que una mínima gota de alcohol le quemaba por dentro apenas el líquido tocaba los suaves epitelios requemados. Él se tomaba el caballito de tamaño grande sin cerrar los ojos, aguantando el ardor de incendio diluyéndose en la víscera castigada.

José Alfredo Jiménez, nacido en Dolores Hidalgo en 1926, fue un emigrado más en la capital metropolitana a la que llegó con la familia huérfana y empobrecida; en ella trabajó como camarero primero y como jugador de fútbol en primera división después; hombre de tres esposas y de incontables amores, padre de seis hijos a dos de los cuales bautizó con su mismo nombre sin distinguir entre legales y bastardos, cantante sin educación musical alguna, desconocedor de términos como vals o tonalidad, pero autor inspirado de más de mil canciones míticas, con Yo impresionó a Andrés Huesca en el restaurante La Sirena donde trabajaba como mesero que se lanza a cantar de cuando en cuando para llamar la atención del mundo que poco después habría de seguirle en días de gloria pegados a noches interminables. Andrés Huesca se la hizo grabar. Ahí empezó una carrera imparable que lo llevó a ganar fortunas. Las fortunas jamás las atesoró; las dilapidó, éxito tras éxito, para invitar a su público en tardes de canciones y alcohol que habría de compartir con Chavela Vargas amén de otros ilustres borrachines menos conocidos. Pero Chavela nunca necesitó ser apadrinada para triunfar. No es cierto que José Alfredo la apadrinara. Esto lo reconoce hasta el sobrino.

María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano es Chavela Vargas. Nació en Costa Rica en 1919 y murió en el Distrito Federal en 2012. México se le rindió como país de adopción. Fue la mujer más mexicana de todas las mexicanas en quienes podemos pensar, sin ser mexicana. Dicen los libros que fue cantante y actriz. Aunque más bien habría que decir “decidora”, decidora de canciones, decidora de versos, decidora de dolores, decidora de llantos, decidora de amor. A los treinta años ya llevaba compartidos eternos días de parranda con José Alfredo Jiménez, de dualidad dipsómana, de canción ranchera y mariachi, de conquistas femeninas que ambos se negaron a airear (nunca sabremos quién conquistó a más mujeres de los dos). Con José Alfredo cuando aún no se lo había bebido todo, pero ya fumaba tabaco, ya exhibía una voz ronca que convertía en desgarros las letras sencillas y directas del charro, llevaba pistola al cinto con la que alguna vez entró en balaceras, vestía de hombre porque le daba la gana y se cubría con el jorongo rojo y negro que la inmortalizó. Elena Benarroch le aconsejaría que jamás vistiera un poncho blanco en el escenario. Fue el único consejo que la cantante escuchó. De todos modos, eso fue mucho después; forma parte de su segunda vida; de lo que ella llamó su resurrección.

A Chavela, que arrastraba un pasado nunca despojado del abandono que desde la cuna la abandonó, no le bastó con desplomarse en el velatorio del amigo, ahíta de tequila y de mezcal. Lo acompañó tendida sobre la tumba que yo ahora contemplo, solitaria y llorona, largas noches que terminaban en amaneceres de días que Chavela se negaba a vivir si no las cosía con el hilo negro de las horas más oscuras de su alma. Solo la viuda de José Alfredo la comprendió. “Déjenla -avisó a quienes quisieron sacarla a rastras del cementerio- está sufriendo tanto como yo”. Y Chavela lloró y lloró la ausencia del amigo con esa sinceridad impúdica e inocente que pueden mostrar los borrachos cuando han trasegado en público secreto, hectólitros del tequila que les va a matar. Más exactamente, cuando Chavela dejó de beber, un familiar le hizo el favor de calcularle que se había bebido 40.000 litros de tequila. Pero Chavela, cuyo padre murió con el hígado cirrótico sin haber probado una gota de alcohol, siempre gozó de una inmejorable salud en lo tocante a esta víscera delatora. Se cuenta que Chavela no consiguió desprenderse de la soledad heredada tras la muerte, a los cuarenta y siete años, de José Alfredo; no lo consiguió ni siquiera a los ochenta, cuando se lanzó en paracaídas para rubricar esa libertad radical que la llevó a hacer siempre y solo lo que quiso hacer en cada momento. La soledad de Chavela era anterior a José Alfredo, y le fue posterior. Tampoco fue José Alfredo mucho más allá que cualquier forjador de leyendas -propias y acompañante en las ajenas- que canta, compone, vive y bebe. Pero a quien siempre quiso Chavela, a quien habría de recordar como una de las escasas bendiciones gratuitas que la perra vida le ofreció, fue a María Tepozteca. Era una niña María cuando su padre, don Pomponio, y Chavela, compartían tragos por breves días y largas noches hasta la hora en que doña Raquel, la madre, llamaba al marido al orden: “A casa, Pomponio”. Y el marido retornaba obediente al redil y a las obligaciones matrimoniales. Chavela quedaba sola, subiendo las escaleras de la casa de la pareja donde se alojaba cuando quería o sola bajándolas, dando la vuelta a la calle y a la cantina, de nuevo al trago.

María Tepozteca heredó una gran fortuna de sus padres. Creció hermosa y un día, borrachas las dos -Chavela y su niña- compraron una carreta repleta de rosas rojas que unos inditos llevaban al mercado para vender. La compraron y durmieron toda una noche entre pétalos de rosas. La noche fue verdad. Las rosas fueron verdad. El amor de María Tepozteca por Chavela sincero; el de Chavela por María, platónico; tal vez por eso la acompañó hasta el último suspiro. En el olvido más fiel y silenciado quedaron las amantes millonarias, las hermosas actrices casadas y las princesas reales europeas madres de familia, todas ellas exploradoras secretas de los lados más oscuros de la libertad sexual. La noche pasada entre flores no tuvo tiempo de transformarse en un recuerdo amargo. “Tú me llevas a la Naturaleza Chavela”, retumba en la memoria-indemne- el recuerdo de la niña María cuando Chavela es ya una vieja irredenta de corazón joven que sabe que si toma un trago más -uno solo- se muere. Ya vive en el bulevar de los Sueños Rotos sin que tuviera rotos los sueños porque ella disfrutó de cuanto se atrevió a soñar. Ningún sueño le cerró las puertas que supo abrir con la moneda interminable de la propia libertad. Ya ha vivido en la casa aislada que se empeñó en comprar cerca del mar para abandonarla después de gastar una fortuna en llevar hasta allí el hilo telefónico para que el teléfono nunca sonara, los amigos nunca llegaran a visitarla, el mar le devolviera la medida exacta de sus noches en vela y la atracción de la selva se le dibujara en los amaneceres de abstemia y de distancia para llevarla hacia el mundo antiguo de los dioses feroces e incomprensibles y los chamanes silenciosos y sanadores que nunca debió abandonar. Chavela fue una criatura de selva, de tierra y de vegetal.

Todo ese vendaval ha pasado ya por la vida de Chavela Vargas. Ahora quiere mucho a Marta, su asistente, su cocinera, su secretaria, su hermana, su amiga. Marta se ha casado con Bruno, el cuidador del monasterio benedictino de Ahuatepec donde algunas veces encontraba una extraña paz bien distinta a la inconsciencia endurecida de la borrachera. Tienen varios chamaquitos, y Chavela, que nunca ha sentido la necesidad de ser madre, les compra juguetes, se los lleva a la playa y juega con ellos como una mera niña más. Constituyen una familia numerosa y anárquica. Chavela se empeña en que los niños se formen y vayan a la escuela porque ella siempre sintió un ansia de saber que no obstante la esquivó en los libros plagados de palabras huecas para alumbrarla en las calles anchas, en las pequeñas cantinas y en cuanto está dicho para ser platicado. No para ser escrito.

Marta llega un día a casa con la nueva de que se ha muerto doña Amalita, anciana coronela de la inmortal revolución zapatista, con sus más de cien años a cuestas de una historia cargada de fusiles con balas escasas y con derrotas victoriosas que no ganaron la guerra aunque sí ganaron la razón. Hay que ir al velatorio. Llegadas a la casa, la hija de la finada les dio uno tras otro un vaso de tequila de caballito grande. Rodaban ya lágrimas tequileras cuando salió la comitiva para el cementerio. Lloros, alegría, canciones, oraciones, flores, recuerdos, fiesta, calaveras, irreverencia, dulces, respeto: vida, muerte. Llegados al panteón, alguien preguntó ¿dónde está la finada? Se la habían olvidado en casa, sola, echada en el suelo mientras el cortejo continuaba enredado en la pachanga. Todo lo que parece mentira, en México es verdad.

Entramos en Dolores Hidalgo por la carretera que viene de Guanajuato. Callejas estrechas y desdentadas por la endeblez del asfalto a las que se abren escuetos restaurantes, diminutas tiendas de ropa barata y pequeñas dulcerías cubierto el cielo todo por una maraña de nubes broncas y grisáceas que en pocos minutos dejan paso a un esplendor azul. Anuncian la falsa tormenta que desmentirá el sol recalcitrante de México cuando logra despejar los cirros compactos e inquietos. En Dolores Hidalgo, como en el Distrito Federal, Querétaro, Guadalajara, Zacatecas, San Luís Potosí, Mérida, San Miguel Allende, Pázcuaro o Morelia, parece que, si se estiran los brazos a lo alto, se puede tocar el cielo.

Los pasos me dirigen hacia el cementerio. El cementerio está en las afueras del pueblo. Marmolerías que exhiben dudosas obras de arte funerario anuncian sus precios al contado o a plazos y para fiar. Un grupo de turistas se agolpa, escucha al guía, se dispersa, habla en voz alta, pregunta, hace fotografías y posa junto al extraño reptil en escorzo que presenta la escultura prodigiosa del sarape gigante. Desde cualquier ángulo del cementerio se lo puede ver coronado por el sombrero charro, como si se hubiera cansado de reptar tendido en el suelo.

Un hombre desdentado, de perfil encuerado por la dureza de los días pasados a cielo raso, el hambre saciada al albur de una comida que no es diaria y es escasa, tocada la cabeza con un viejísimo sombrero que jamás pudo ser de jipijapa, abrazado a una guitarra tan vieja como el tiempo vivido al sol multiplicado por el blanco reflectante del camposanto, entona los acordes de Extráñame. Una niña de unos doce años, vestida con un chándal anacrónico de un rosa fluorescente, sonriente e introvertida, lo acompaña con su voz mellada en la medida que puede seguirlo. Desplegadas sobre las tumbas adyacentes, varias prendas de abrigo se secan al aire que termina por salir de entre un mar de nubes finalmente despejadas. Al lado, una botella de agua no precisamente incolora y un pucherito con frijoles humeante.

La niña se me acerca para sugerirme que haga una solicitud. Solicito Que te vaya bonito. El hombre afina las cuerdas relajadas, calienta la voz de una forma que se diría profesional y, ante mi sorpresa, emprende una melodía entonada y sensible, acompañada del gesto imperioso que me incita a cantar. Me sitúo a su lado. Para. Reinicia y comenzamos a dúo la canción.

Ojalá que te vaya bonito,
ojalá que se acaben tus penas,
que te digan que yo ya no existo,
que conozcas personas más buenas.

Nos miramos asombrados a los ojos. Continúa pegado a la guitarra y yo a los sones templados de la música que se me antoja una oración atea interpretada por un dúo quimérico.

Que te den lo que no pude darte,
aunque yo te haya dado de todo,
nunca más volveré a molestarte,
te adoré, te perdí, ya ni modo.

Estoy cantando con el hombre un sentimiento ajeno que unos segundos antes se había negado a florecer. Se acercan los turistas y se suman a la canción. Ahora todos somos presos de una melancolía pronunciada en dos acentos distintos –inglés y español- aunque con el mismo desapego herido de los amores amargos. Termina la canción. Aplausos. Saludos agradecidos del músico. Se dispersan los turistas cantores y regresan a fotografiar la tumba de José Alfredo. La niña toma el sombrero resudado y les solicita una voluntad que se muestra seria y esquiva. Cuando deposito cien pesos mexicanos en el fondo del sombrero, no hay en su interior un solo papel y sí mucha calderilla. La chiquilla eleva hasta los míos sus ojos negrísimos, aindiados y alegres por el billete como recién acuñado para ella. Añado un largo caramelo nacional que exhibe los colores de la bandera y que había comprado para depositar en el altar de la casa de Frida Khalo en Coyoacán; busco y encuentro un bonito bolígrafo español por estrenar cuyo diseño encandila aún más a esta chiquilla que nunca ha pisado la escuela.

Abandono el cementerio absorta. Tomo de lejos unas instantáneas. También soy una turista. Alguien perfectamente capacitado para deglutir a lo largo de unos días los matices cambiantes y azulados de los campos de agave, los misterios que se desarrollaron en Chichén Itzá jugando el Juego de la Pelota cuando los españoles llegaron hasta aquel mundo nuevo y fabuloso de las selvas y los árboles que tapaban las arquitecturas de un presente que nos las devuelve limpias y exentas, la dipsomanía recurrente de José Alfredo, la personalidad irrepetiblemente libre de Chavela Vargas, la leyenda del Indio Triste, los niños rojos de las escuelas públicas en el Zócalo, los niños azules de las escuelas privadas, los variados diseños de las catrinas elevados a la categoría de arte, la quemazón insoportable del caballito pequeño de tequila tomado en la taberna de Las Quince letras, la leyenda de Pancho Villa cambiando en una noche la táctica genial que lo llevó a tomar Zacatecas con su ejército de desarrapados antes de mandar fusilar a su fiel Felipe Ángeles, la ferocidad justiciera de los Insurgentes, las arenas blancas de Playa Carmen abarrotadas de un turismo blanco –todo – incluido, el plateado del lago que alberga la isla Janitzio al amanecer, la bendita mansedumbre de los indios artesanos de Pázcuaro, el dorado multiplicado por mil en los altares barrocos reproducidos en más de dos docenas de catedrales e iglesias catedralicias que vengo de visitar, la mítica editorial del Fondo Económico arruinada y hasta el andar ruinoso de la ventolera que se abre hacia el centro de un huracán abortado en Tlaquepaque.

Soy una turista y lo que es imposible en cualquier parte del mundo, es posible en México. En México, salvo los descendientes de los aztecas y los mayas que se han negado a hablar español, todos somos turistas con la cámara fotográfica en ristre y la lengua incendiada por la quemazón momentánea de los chiles. Ni tan siquiera quedan verdaderos aztecas, ni verdaderos incas más allá de los esquivos lacandones que, afortunadamente, se niegan a dejarse ver por estos pagos urbanizados. Ni veremos con qué plantas y sahumerios administrados en lengua náhualt salvaron a Chavela cuando la medicina occidental más desarrollada y más cara la había desahuciado hacía mucho tiempo. No percibiremos el azul destellante que penetró a trazos en la selva virgen que hace crecer las plantas con que Chavela fue envuelta por sus amigos chamanes con manos que portaban verdores secretos, caricias constantes y dulzuras sin sexo y sin final. Hay un dios feroz, guardián de la vida vegetal y atávica que plasma en pomadas y ungüentos la sabiduría primera de las plantas, el veneno definitivo de los alacranes que puede matar y puede curar, los cuencos donde los leves mazos cilíndricos de raíces extrañas golpean a lo largo de horas seguidas los verdes telúricos del agua y de la luz cuyas propiedades nunca nos serán mostradas.

Porque no gozamos de la valentía que derrochó Chavela para adentrarse desnuda en las selvas impenetrables. De la libertad que condujo su vida por las hondas simas y los cielos más elevados. Ni de la que se gastó José Alfredo para sufrir, sin queja ni arrepentimiento, la quemazón insoportable que lo mató del último trago.

Ilustración: Chavela Vargas en 2009 durante un homenaje en Morelos (México). Fallecería diez años después en Cuernavaca, México. Fuente: wikimedia commons

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