CARLOS V NACIÓ EN GANTE EL 24 DE FEBRERO DE 1500. «El retiro de Carlos». Relato de Emma Romerales

Carlos I de España y V Emperador de Alemania Retrato de Tiziano

El 24 de febrero de 1500 nace Carlos de Habsburgo, hijo de la princesa española Juana de Castilla, apodada «la Loca», y del duque de Borgoña Felipe I, apodado «el Hermoso», y nieto de los Reyes Católicos. Se le conoce como Carlos I de España y V Emperador de Alemania. Fue uno de los personajes más poderosos de la historia europea y universal, que, siendo el flamenco su lengua de crianza, eligió el español como lengua de comunicación internacional; y, siendo rey y emperador de medio mundo, eligió un rincón de España para morir.

Como conmemoración de esta efemérides, ofrecemos el relato EL RETIRO DE CARLOS, de Emma Romerales, que obtuvo el tercer premio en el V Certamen de Poesía y Narrativa Rey Felipe VI 2020.

EL RETIRO DE CARLOS. Emma Romerales

¿De qué me sirve ganar todo el mundo si pierdo mi alma?

Ignacio de Loyola

Los nombres que se ponen a los niños en el bautizo y en el registro civil siempre tienen alguna razón. O bien es un nombre que está en la familia, que ya lo lleva el padre, la madre, incluso algún pariente más lejano; o bien es el santo del día, una tradición arraigada en España; o simplemente es un nombre que gusta por su sonoridad o por alguna otra cualidad. También puede ser el nombre de una persona a la que se admira, o de un personaje de ficción. Yo me llamo Carlos, como mi abuelo, que fundó la empresa. Como mi padre, que la hizo internacional. Y como un personaje histórico que siempre me ha fascinado: Carlos I de España y V emperador de Alemania.

Hace poco decidí retirarme y dejarle la empresa a mi hija mayor. El corazón me dio un susto, y aunque salí con bien, me di cuenta de que la vida no podía ser solamente trabajar y ganar dinero, ensanchar la empresa como si fuera un imperio: recordé aquel imperio al que Carlos V renunció para retirarse a Yuste. Sí, yo también me retiraría… Pero no solo a Yuste. Me propuse viajar y seguir las huellas de mi personaje, de aquel otro Carlos que, cinco siglos antes que yo, había dominado el mundo, ese mundo que ahora estaba al alcance de una tecla de mi tablet. El mundo por donde mi empresa se había expandido se correspondía aproximadamente con el mismo mundo por el que Carlos V luchó para defender sus fronteras y sus posesiones: Europa, norte de África, América, parte de Asia… Él también lo había ganado en buena lid: era la herencia de sus abuelos, era el legado de un descubridor al que solo sostuvo la corona española, mientras las demás coronas europeas le mostraban indiferencia o desprecio.

Determiné que mi viaje sería un viaje en torno a la figura de Carlos V. Quería conocerlo mejor, pero no leyendo las innumerables biografías que sobre él se habían escrito, sino de la forma en que yo conocía a mis empleados: el cara a cara, la entrevista personal. ¿Y cómo hacer ese cara a cara con un hombre que está más allá de mi tiempo, al otro lado de la Historia?

Ese hombre se había vuelto inmortal gracias al arte. Los pintores nos habían regalado su imagen, que nos seguía contemplando a través del tiempo con muda curiosidad, con reconcentrada parsimonia. Su efigie se había reproducido en pinturas y esculturas, pero a mí solo me interesaban las pinturas, donde podía ver sus rasgos coloreados como si estuviera vivo, su mirada primero aniñada y luego adulta, hasta la extenuación del que se rinde y se va con la mejor de las victorias que es la que uno obtiene sobre sí mismo.

Mi ruta tenía que comenzar en Nápoles, en el Museo de Capodimonte. Allí se conserva su retrato juvenil, de adolescente estupefacto ante el camino que la historia le ofrecía y que él iba a transitar con paso decidido. Viste una fina camisa blanca de cuidadosos pliegues, un jubón dorado, un elaborado sombrero con adorno ribeteado de perlas y, sobre la exquisita piel que contrasta con la manga roja de su traje, el toisón de oro. Es un joven que luce lo que sabe que tiene y que le pertenece.

Luego, forzosamente había de parar en el Museo del Prado para admirar al hombre en la cumbre de su gloria, revestido de brillante armadura, blandiendo su lanza como los caballeros medievales. Y posteriormente tendría que irme hasta Alemania para encontrar el retrato de su tercer estadio: el de quien ya se ha retirado del mundo y lo contempla, no desde lo alto de un brioso caballo, sino desde la modestia de una silla monacal.

He conseguido aislarme de los turistas, de la masa que pasa, muchas veces sin entender nada. No escucho al guía que habla en otro idioma ni curioseo lo que hace el copista desde su discreto rincón. Me centro solo en el cuadro donde un rey victorioso se recrea en su poder, enarbolando una lanza como símbolo de lo que ha conseguido: vencer al protestante en una gran batalla. Le acompaña un cielo de nubes azuladas que se adelgazan hasta hacerse de sol al contacto con la tierra. Y es una tierra verde, de árboles frondosos. Tierra que se adivina fértil y bien acomodada para la caza y el paseo.

Monta el rey un caballo con gualdrapa rojiza de borlas y majestuoso bocado en metal pulido a juego con la armadura del monarca. Un caballo negro azabache que nos mira con ojo inteligente, como si conociera el peso de lo que lleva. Sus patas traseras pisan con fuerza el suelo, y las delanteras se alzan con suprema elegancia.

Es el retrato de un mundo que, como fruta madura, está en su esplendor, y el esplendor resulta tan intenso, que cabe suponer que no podrá durar indefinidamente.

¿Qué hay más allá de esa tierra? ¿En qué mundo le tocó vivir al que había de convertirse en el hombre más poderoso de su época? Carlos de Habsburgo tuvo que navegar a través de unos tiempos convulsos, pero interesantísimos para una mente llena de curiosidad como la suya.

Su tiempo fue el de la transición entre la edad media y la edad moderna, lo que implicaba que el héroe de aquella época había de tener un sentido rápido de la adaptación a las nuevas circunstancias para triunfar. Sus abuelos y sus padres todavía pertenecían a la edad media, pero él inauguraba una nueva era.

Recibió una inmensa herencia mas, a pesar de ello, no todo fueron éxitos en su vida. Hay que decir que intentó que sus motivaciones fueran nobles y justas las causas que defendió.

Carlos de Habsburgo era un adolescente nieto de dos sagaces y ambiciosos abuelos cuando recibió la herencia de sus reinos españoles. Su abuelo materno, Fernando de Aragón, había sido un hábil político que conservó y ensanchó sus posesiones. Su abuelo paterno, Maximiliano de Habsburgo, había ampliado el poder, territorios y riqueza de la Casa de Austria contrayendo matrimonio con María de Borgoña. Además ostentaba el título de Rey de Romanos.

En 1519 fallece Maximiliano y el joven Carlos se siente predestinado para dominar el orbe, aún no ha calibrado la tarea ciclópea que le esperaba y ni puede imaginar los cambios convulsos y fascinantes que se van a dar durante su reinado. Aquel joven soñaba con ser César, con pasar a la historia como un Alejandro o un Carlomagno.

Vuelvo los ojos atrás hacia los reinos españoles a los que llegó aquel adolescente como un extranjero en la tierra más suya. Nos encontramos en la brava y rocosa costa asturiana. Sin haber pisado nunca las tierras españolas, que tampoco fueron su cuna, Carlos desembarca por primera vez, en septiembre de 1517, en la abrupta costa del norte de España. Un hombre sabio, bueno, fiel, honrado y valeroso va a su encuentro: el cardenal Cisneros, regente del reino. Pero ese encuentro jamás llegará a producirse. Unos dice que la muerte del cardenal en Roa se debió a sus achaques de salud. Otros creen que fue envenenado. El destino no quiso que se produjera aquella coincidencia tan deseable y Carlos se adentró en España huérfano de todo buen consejo, carente de información necesaria, expuesto a todos los riesgos. Y sin embargo, tuvo el coraje y la inteligencia de saber salir adelante.

Al principio se le recibe con alborozo, festejos y entusiasmo generalizado, que irá decayendo a medida que se compruebe que el nuevo rey viene rodeado de una corte de borgoñones que van a expoliar el país sin ningún miramiento.

Muy diferente sería su segundo desembarco en Santander en 1556 camino de su retiro definitivo, pero antes de eso pasarían muchas vicisitudes. Una vida gloriosa y también dura, porque la enfermedad le golpeó cuando aún no había cumplido los treinta años, y los intensos dolores articulares no le desanimaron a la hora de liderar su ejército, de montar a caballo, de viajar a donde sus obligaciones le requirieran.

La revuelta de las comunidades de Castilla, hecho de enorme transcedencia que va más allá de la reparación de los abusos de los borgoñones, hace reflexionar a Carlos V y reacciona con un cambio de rumbo que indica su buena voluntad y su deseo de concordia con sus súbditos.

Las ciudades castellanas se habían levantado en armas y la revuelta tomó proporciones alarmantes. La Junta que controlaba el movimiento planteó la primera relación moderna entre un monarca y sus súbditos: que el poder le venía de los súbditos, no de Dios. Pero eran unos adelantados para su tiempo y los ideales no llegaron a cristalizar por múltiples causas.

Tras la derrota de los comuneros en los campos de Villalar, el soberano se dio cuenta de sus errores y atendió a bastantes de sus peticiones hasta llegar a convertirse en un señor magnánimo con sus súbditos para los criterios de la época.

Entre 1522 y 1529 permaneció en España, aprendió la lengua y costumbres españolas y se casó con una de las más bellas y prudentes princesas de su época: Isabel de Portugal, teniendo enseguida un descendiente varón, Felipe II.

Isabel de Portugal, una reina muy capaz y popular, además de hermosa y delicada, resultó ser sagaz y actuó como regente respetada, eficaz y muy querida por todos. Físicamente era en extremo delgada y se murió de parto. Su pérdida sumió al emperador en una depresión que, aunque pasajera, le afectó el ánimo y tiñó su vida de una melancolía inacabable.

El acontecimiento más importante que no supieron ni intuir los poderosos de la época fue el descubrimiento del Nuevo Mundo.

La aparición de un nuevo continente ignorado por las Sagradas Escrituras tuvo que inquietar a todos los eruditos de la época, que no reaccionaron a tiempo. Casi todos los príncipes siguieron en sus localismos y en su pequeño mundo europeo.

Carlos V no careció de la perspicacia necesaria para interesarse por el Nuevo Mundo y la fuente de novedades que los aventureros autóctonos y foráneos aportaban. Si releemos las Cartas de Relación de Hernán Cortés, nos percatamos de que Carlos tenía en cuenta aquellas tierras poque los tesoros que le enviaban le permitían mantener en Europa la política que a él le interesaba.

El interés de Carlos por el trono imperial estaba anclado en el núcleo de su personalidad. Desde su adolescencia abrazó el erasmismo, en especial aquel principio inalienable: «todos los príncipes cristianos unidos en la consecución de una paz universal». No podía suponer que aquella paz le costaría tanta guerra.

En octubre de 1520, Carlos V fue coronado, en Aquisgrán, Rey de Romanos. El tiempo demostraría que el interés por el trono imperial no era una ambición vanidosa carente de significado, sino una estrategia para seguir conservando un inmenso poder sobre muchos territorios cuyo dominio era ambiguo. Para conseguir su meta, priorizaba los enlaces matrimoniales y las alianzas entre casas reinantes. Los conflictos armados serían su último recurso. Siempre trató de evitar la guerra.

Pero la guerra en ocasiones fue inevitable y se pagó en parte con el oro y la plata de América. Cuando a Sevilla empiezan a llegar metales preciosos en cantidades ingentes, se despierta la codicia en las cancillerías europeas y todos terminan aliándose para arrebatar a España no solo los bienes materiales, mediante descaradas actuaciones piratas protegidas por las mismísima reina de Inglaterra, sino el prestigio, el alma española. La campaña de acoso y derribo de todo lo español no ha cesado y continúa en la actualidad.

Si contemplamos hoy en día el mapa de Juan de la Cosa que se encuentra en el Museo Naval de Madrid, intuimos que, para el imaginario europeo, sería difícil asimilar la novedad de aquellas remotas tierras.

El mantenimiento de la nación española como potencia de primer orden solo podría sostenerse mientras el dominio del mar estuviese asegurado. Los Habsburgo no pudieron mantener, a partir de la mitad del siglo XVII, ese dominio y con ello España como núcleo del imperio Atlántico va a ir afrontando una serie de circunstancias que se sortean con mayor o menor fortuna hasta la invasión napoleónica.

La plata de Zacatecas que, transportada por los galeones españoles, inunda Sevilla, convierte a esta ciudad en uno de los lugares de mayor prosperidad, atrayendo a banqueros genoveses, a comerciantes foráneos y locales y a una turba de aventureros que se agolpan ansiosos de noticias y de bienes en las orillas del Guadalquivir.

Todo esto dinamiza nuestra economía durante el siglo XVI; dos hechos van a cambiarla radicalmente durante el XVII. Uno de ellos fue el levantar la prohibición de sacar metales preciosos de España, porque se inundaron Europa y Asia de plata, y su valor disminuyó como consecuencia.

Otro fue que los dinámicos españoles que se habían enriquecido se vuelven indolentes, se convierten en rentistas y dejan de producir bienes. Los reinos castellanos fueron desangrándose paulatinamente.

Pero antes de todo eso, ¿qué había pasado en la Europea del emperador Carlos? Nuevos cambios invaden el viejo continente, y los príncipes se fortalecen y van evolucionando, lo cual repercute en una transformación de sus obligaciones y compromisos con el emperador. La ruptura protestante es el punto de inflexión. Carlos no se les enfrenta directamente, prefiere ir haciendo concesiones pero conserva lo más importante: mantiene la Corte Imperial de Justicia, pieza clave para el control de los príncipes protestantes díscolos.

Carlos llega a considerarse un delegado de Dios para unir en paz a toda la cristiandad, y a esta meta dedica su vida, su patrimonio e incluso su salud. Al final de su vida se rinde, la realidad se impone y, enfermo y desilusionado, cede. Es el comienzo de su retiro.

La corona de Romanos recae sobre las sienes de su hermano Fernando y tiene que aceptar que la Casa de Habsburgo se divida en dos. La rama occidental, que tendrá como núcleo los reinos castellanos y todos sus satélites, será heredada por su hijo Felipe. La rama oriental, que comprende las posesiones del este y la corona de Carlomagno, será para Fernando y posteriormente para el hijo de este, Maximiliano.

La corona del Sacro Imperio deja de pesar como una losa sobre los castellanos, que son quienes han pagado con entusiasmo el proyecto. Y con el retiro de Carlos, comienza el principio de un largo y lento proceso de desgaste que acabará poco a poco con un imperio que se va desmoronando como un castillo de arena.

En el siglo XVII ya se habla de decadencia. En el siglo XVIII España se convierte en una potencia de segunda, pero aún es importante. Aún clama por su imperio donde el sol no se pone. Es a partir de las guerras napoleónicas cuando España ya no podrá sostener más el peso de su imperio.

En 1898 pierde sus últimas colonias de ultramar. Cuando los Estados Unidos de América se deciden a despojar a España de lo poco que le queda de su imperio, los hipócritas vecinos europeos también piensan en cómo sacar partido de esta tierra heroica que dio la vuelta al mundo. ¿Hay algo más anacrónico que el peñón de Gibraltar en la órbita inglesa?

Hoy se preguntaría Carlos V si fue un regalo de la Fortuna el descubrimiento y colonización de América patrocinado por la corona española de sus abuelos maternos. Porque todos los hermanos europeos se nos pusieron en contra y tejieron la llamada Leyenda Negra, con unos mimbres tan fuertes que aún hoy en día se nos ridiculiza y humilla en privado, e incluso algunos nos tienen por una democracia no consolidada.

La Leyenda Negra, que tuvo su origen en el enfrentamiento de la Casa de Austria con los príncipes alemanes y flamencos por defender la ortodoxia cristiana, ancla después sus raíces en la envidia y codicia de nuestros vecinos. La maquinaria de desprestigio funciona a la perfección, tanto que sigue vigente en nuestros días.

Me consuela pensar que Carlos V no pudo, ni en su peor pesadilla, imaginar lo que vendría después. He viajado hasta Munich para contemplar su último retrato en la Pinacoteca Antigua. Guardo vívido en la memoria el otro retrato, el triunfal, de Carlos a caballo, que conserva el Museo del Prado como uno de sus más preciados tesoros. En aquel, el emperador miraba hacia adelante, desde lo alto, al infinito que iba a conquistar. En este, el hombre me mira a la cara, a la misma altura que yo mismo. Va vestido de negro, ese color típico de los trajes regios, el negro inmaculado tan difícil de conseguir que no pierde apresto ni brillo. Solo su colgante con el toisón de oro nos recuerda que éste no es un hombre común. Ese extraño símbolo de raíces mitológicas acompañará siempre a los reyes de España.

Me mira el emperador, el rey, el hombre. Y no parece que aún no haya cumplido los cincuenta años. Tiene cuarenta y ocho años y lleva treinta y dos de gobierno. Una capa de piel cubre sus hombros algo hundidos, como si tuviera el frío de los viejos. Una de sus manos enguantadas reposa en el halda. La otra sostiene un objeto. Más solemne que el personaje parece la silla de terciopelo granate con flecos dorados. El paisaje se asoma curioso por la ventana y nos inunda de dulzura: agua, árboles, cielo, acunados en un aire de oro… Todos los elementos para la felicidad.

Imagino a aquel Carlos experto en relojes que desarmaba y armaba ayudado de sus sirvientes si hacía falta. Necesitaba conocer aquellos mecanismos como necesitó conocer las palancas que movían los hilos de su imperio.

Carlos era también un vitalista al que le gustaba la buena mesa y disfrutaba del placer de la comida, un placer que compartía con aquellos que le visitaban. He hecho escala en Polonia para contemplar el cuadro de Alonso Sánchez Coello, conservado en el Museo Narodowe de Varsovia: una mesa repleta de manjares: carnes, mariscos, frutas… El emperador amaba la carne roja, la golosa repostería, el buen vino y la cerveza tan cercana a su tierra natal, una bebida de la que no prescindió nunca. Desde la mesa nos miran un numeroso conjunto de personajes entre los que destacan el matrimonio regio formado por Carlos e Isabel, su hijo Felipe y su nuera Ana de Austria.

El último cuadro de mi recorrido está en Bruselas, en los Reales Museos de Bellas Artes. Carlos V recibe el viático de manos de su confesor, Juan de Regla. Yace en su lecho de sábanas blancas iluminadas por una luz dorada. Un caballero arrodillado porta un largo cirio encendido. Otro levanta la cortina de terciopelo verde que resguarda el lecho. Tres caballeros más, también arrodillados, contemplan la escena sobrecogidos. Uno de ellos se cubre su rostro con la mano, como si no pudiera soportar lo que está sucediendo. Solo el sacerdote de pie, exhibiendo el viático, mantiene el rostro sereno de quien tantas veces habrá visto de cerca la Parca.

No, no quiero quedarme con esta triste escena. No quiero imaginar el entierro en Yuste, hasta que su hijo Felipe lo trasladó al panteón del Escorial junto a su amada esposa.

Imagino a aquel Carlos recordando amores del pasado, su reina, su única reina que jamás fue sustituida, y sus posteriores andanzas que trajeron al mundo a don Juan de Austria. Rememoro la escena en que un joven criado en la nobleza, sin conocer su origen, tiene una cita con quien fue el hombre más poderoso del planeta y descubre que lleva su sangre.

Mi último viaje será a Yuste. Un entorno mágico, casi secreto. Un paraíso ignoto en la frontera del páramo castellano con la tierra extremeña, la tierra de conquistadores y adelantados. Robledales, castaños, naranjos… Una exuberancia vegetal que me conmueve. Entiendo aquí los versos de poetas antiguos: el Beatus ille de Horacio, las liras de Fray Luis de León: «¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido…» Porque aquí no hay más ruido que el de la naturaleza. Los pájaros cantores, el agua que baja en cascadas paralelas empujada por el deshielo. Y al fondo, como el telón de un escenario, la sierra de Gredos protegiendo de los vientos del Norte.

Aquí se quedó aquel inmenso Carlos, aquí construyó su morada contigua al monasterio, su cuarto desde el que podía ver la capilla, sus ventanales desde los que podía avizorar los paisajes de la huerta, como el que delicadamente pintara Tiziano en su último retrato del emperador, ya convertido solo en hombre prematuramente avejentado.

Paseo por el jardín circular como la vida. Recorro el claustro renacentista por donde también pasearía el otro Carlos, nuestro Carlomagno hispano. Visito la vivienda de quien fue Carlos I de España. Me impresiona su sencillez: ladrillo y piedra de sillería, sin apenas decoración, sustentan sus muros. La planta principal parece la de una casa burguesa: dormitorio, estudio, comedor, sala de audiencias. Solo unos pocos muebles y objetos nos recuerdan quién habitó las modestas estancias: el reloj de bronce y plata donde el que fue emperador revisaría el paso de las horas y la silla especial para el enfermo de gota.

Yo también me quedaré aquí, en Cuecos de Yuste, cultivando la fruta tropical, paseando los campos esperanzados del otoño, ateridos del invierno, fragantes de la primavera, colmados del verano. Releyendo los viejos libros que hoy en día nadie lee: las crónicas de Indias, las historias del pasado que nos explican quiénes somos y de dónde venimos, esas historias hoy tergiversadas en algunos lugares de esta península extravagante y entrañable que todavía llamamos España.

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