EN LOS 130 AÑOS DEL NACIMIENTO DE VICENTE HUIDOBRO. “ALTAZOR”: LA ESTRATEGIA DEL FRACASO

Autor: Antonio Gracia.

“Yo soy un buscador que odia encontrar”

1. La poesía moderna es un itinerario desde la razón lírica como herencia del pasado hasta la sinrazón poética que legar al futuro: del pensamiento sensibilizado y versificado hasta los significantes sin significación aparente del irracionalismo visio­nario o alucinatorio, pasando por la búsqueda de la experimentación para otros paisa­jes expresivos. Tal itinerario, viaje o aventura lo encarna esa grandiosa anábasis de la poética academicista que es “Altazor”.

Inmerso en la tradición del gran poema de Perse, Pound, Eliot o Tzara, lo que intenta “Altazor” es la originalidad absoluta: si toda obra es la confesión —la etopeya— de su autor, su retrato indeleble, Huidobro intenta que el vidrio del espejo sea construido también por él mismo: aunque no logra evitar que a veces aparezcan las muecas que ensaya —rémora del juego dadaísta— para buscar su propio rostro, nunca conseguido. Mejor dicho: el rostro inconseguible es el de la poesía. El suyo es el del gran frustrado pintor y cincelador de esta.

Altazor ofrece una estructura de dispersión. La desorganización interior es la asun­ción de una antipreceptiva: Huidobro es consciente de ese fragmentarismo y autobiografismo emocional y metapoético: “T os daré un poema lleno de corazón / en el que me despedazaré por todas partes” (I, 573…). Probablemente: 1) su poética inorganicista le induciría, originariamente, a huir de un poema cerrado y nexuado, tendiendo más a la porosidad y permeabilidad —a la inacababilidad— como obra en continua gestación; 2) y probablemente intentó trepar la cima de la creación en muchas ocasiones a lo largo del tiempo y en diferentes estados emocionales, y siempre caía, por el desfiladero de la búsqueda, en el precipicio del fracaso. El poema se publi­ca en 1931: pero diversos fragmentos ya habían aparecido con anterioridad y él mismo escribe: “Soy yo que estoy hablando en este año de 1919” (I, 113). Tal vez, sin verle probabilidad a la ascensión, reunió esas tentativas dispersas en cuanto tenían de cohe­sión —la búsqueda como pérdida del hallazgo— y lo dio con sus lagunas, a imagen de obra abierta, como un poema sobre la necesariedad de la creación poética que conlle­va e ilustra al mismo tiempo la impotencia de la misma. En ese sentido, es un labora­torio en el que el lector halla el instrumental de construcción y destrucción del lengua­je poético convencional y, aun en su traumático abandono, es una probeta que orienta sobre las posibilidades del éxito. Porque eso es lo que falta: la conclusión, el fragmen­to —el hallazgo— que confirme el proceso de búsqueda: el poema creado a partir de esa destrucción. La conquista del texto poético posibilitado por la inquisición de las texturas poéticas convencionales, de las “hablas” tradicionales de los autores, siempre inmersas en el automatismo mimético de la tradición como referencia. Le falta el logro autónomo y demostrativo: una dicción auténticamente lírica, liberada ya de la parafernalia y la impedimenta del investigador. Tal como se publicó es como un nuevo sistema solar al que le faltara el sol, como una diadema sin la esmeralda ansiada.

2. Altazor-Huidobro busca un horizonte interno, una interioridad humana me­diante la introspección como poeta: “Cosas que pasan fuera del mundo cotidiano” (III, 49). La investigación experimentadora en el tubo de ensayo del significante no es más que la búsqueda de nuevas formas de expresión para darle idoneidad a esa dicción interior. Pero el texto avanza como un río cayendo de cascada en cascada, canto tras canto, ensayando y pirueteando, probando y desaprobando, descubriendo y caricaturizando, acertando y desaforando, construyendo, elevando una torre y babelizándola, abriendo posibIlidades expresivas y burlándolas como ineficaces. Sen­cillamente: porque la poesía es —precisamente— la inefabilidad. Eso es lo que se le ha olvidado al creador, a cualquier creador. Y esa es la respuesta a quien se pregunte el porqué de esa vuelta de tuerca rota de Huidobro que es “Altazor”.

Así como existe la novela de aprendizaje —en la que solo se aprende a aceptar la frustración de que la vida es un fracaso (y tal género es su mostración)—, “Altazor” viene a de-mostrar que por mucho que se aprenda a domeñar el “rebelde idioma”, cualquier experimentación o intento resulta “mezquino” y baldío. Ninguna definición más conveniente para “Altazor” que la proporcionada por el mismo texto: “Aventura de la lengua entre dos naufragios / catástrofe preciosa en los rieles del verso ” (III, 140-1).

“Altazor” está volando sin creer —pero ansiando creer— en su propio vuelo. De ahí que se tope con escollos y aerolitos que le rompen las alas y dejan ver fisuras por las que desciende para remontarse: pero siempre escéptico como un Clavileño que pretendiese ser Pegaso: “Altazor” es el viaje de un Midas terrible: pretendiendo metamorfosear las palabras en oro las convierte en ceniza. Y el terrible Midas debe seguir su viaje argonáutico canto tras canto por el océano verbal hasta que las palabras, lejos de ser acrisoladas por la piedra filosofal, se convierten en plomo que se derrite en sus manos y acaban formando un puñado de gotas de lluvia disgregadas al final del cami­no: como un Ícaro disuelto por el fuego de la luz con la que pretendía iluminarse. Y es que las catedrales de fuego también guardan detrás de su belleza espeluznante los esqueletos de las ruinas vandalizadas.

3. Puesto que la intención es crear, mostrar que “el poeta es un pequeño dios” (como había consignado en el “Arte poética”), urge primero signar que el poeta es su propio demiurgo (“Cambiemos nuestra suerte”, I, 163), ya que (Niesztche:) “Dios ha muerto”’, esa es la razón por la que Huidobro escribe: “Abrí los ojos en el siglo / en que moría el cristianismo” (I, 91…) y “Adiós hay que decir a Dios” (IV, 240). Y a Larrea le escribiría (carta del 4-6-1944): “Dios debe ser enterrado para siempre y su sitio en el mundo será ocupado por la Poesía”. Por eso la progresión independentista del arte con respecto al objeto al que alude, elude o inventa (comparación, metáfora, visión), la tentativa de crear algo no deudor de la realidad exterior (el cuadro-objeto cubista, la imagen poética sin referente o autorreferente), para que sea un objeto “nuevo”, “la creación pura”, tiene tal vez como inducción la raíz sicológica de “ma­tar al padre” —Naturaleza, Dios, poesía al uso— y la teoría del “superhombre” (Raskolnikov, Zaratustra): el artista es un dios y como Dios debe crear un mundo de la nada. Pero como la nada no existe porque ha sido colmada con el vacío de las poéticas espurias y los poetas apócrifos, hay que limpiar el mundo, caotizarlo y descaotizarlo hasta nadificarlo nuevamente: de ahí el proceso de destrucción y tenta­tiva de construcción.

Es decir: hay que crear un nuevo orden lírico: que es tanto como decir vital. Y para eso hay que quebrantar y desjarretar el caos de la poética —la existencia— con­vencional, establecida como un orden amable: “No acepto vuestras sillas de segurida­des cómodas / Soy el ángel salvaje que cayó una mañana / en vuestras plantaciones de preceptos” (I, 366…). Es la rebelión del hombre y el poeta esclavizados por el conven­cionalismo y academicismo: que ven en la experimentación cerebralizada del lenguaje la redención de la poesía y de la vida. Huidobro se presenta y manifiesta como un híbrido de ilustrado y romántico que persigue una utopía salvadora —que acaba por aniquilarlo—. Eso —el existencialismo expresado como irracionalismo, la huida del romanticismo sin abandonar el visionarismo— lo convierte en uno de los último poe­tas rebeldes y de los primeros entre los modernos. Y “Altazor” es el diario de a bordo de esa singladura: que todo fracaso es una victoria porque supone un intento.

Lo que se pretende es la búsqueda de la panacea poética: la Poesía; más: la poesía como panacea de la vida. “Hacer que el planeta Tierra esté cruzado de Poesía por todas partes. Que cuando nos miren de Marte vean largos canales de Poesía que atraviesan la Tierra”, escribe en la misma carta a Larrea. De ahí el reincidente y monocorde “Silencio, la tierra va a dar a luz un árbol”, del Canto I. Y de ahí que este primer canto se cierre confiado y esperanzado, permutando la visión como acción y como acto: “Silencio la tierra acaba de alumbrar un árbol” (I, 642). Sin embargo ese “acto” — expresado más como mesianismo que como advenimiento, anticipado como fe en la escritura más que como propia escritura, más como probable consecuencia del intento que como consecu­ción de la tentativa— nunca tendrá lugar. Y, después del paréntesis del Canto II —tan lejano del resto como el “Canto a Teresa”, también segundo, de El diablo mundo esproncediano— el mesías de ese universo, con una maltrecha sensación de ridículo por lo iluso de su ilusión —visión—, de su propio mesianismo y adanismo inconseguible, escribe los cantos III al VII, más unitarios entre sí y verdaderos acosos poéticos y metapoéticos (desde luego corresponden los cantos a diferentes tiempos sicológicos, a distintos estados de humor y embriaguez poética: hay angustia y juego, angustia como juego y juego como angustia, desolación lúdica y ludismo existencialista: patetismo. Este rasgo les confiere cohesión, ya que no absoluta unidad orgánica): todo el texto es, así, una vanguardia conquistadora que deviene retaguardia vencida y horcaudinada, una batalla que va descubriendo en la conquista el escondido —agazapado— rostro de la derrota. La factura tradicional del primer Canto y su temática de la confianza en el en­cuentro de una nueva expresividad da paso a un desenfreno buscador y desechador de estrategias y recursos: al poner el lenguaje en libertad no puede —o no quiere— evitar caer en el libertinaje como juego y parodia de la propia libertad. Es un arte nuevo de hacer poesía cuya clave no se esconde: se sabe que consiste en liberarse de los mecanis­mos ya convencionales y en una búsqueda convertida en una experimentación anárquica y lúdica porque se entrevé el final castrante y amordazante del silencio.

4. El método de búsqueda y hallazgo, de victoria y derrota —aunque disperso y guadiánico por los probables y diversos tiempos y espacios mentales en los que debió de engendrarse el poema— en este arte nuevo de hacer poesía —no teorizando como Lope o Luzán, esa es la diferencia: haciendo que la práctica sea la predicación— es la permutación: la alteración y dislocación de los elementos tradicionales: empieza por el rechazo de la lira apolínea: “Basta señora arpa de las bellas imágenes” (III, 65). Y continúa con una serie progresiva de cuestionamientos, tentativas y caricaturas. He aquí algunos ejemplos: 1) refutación de la estética convencional y academicista: “Matemos al poeta que nos tiene saturados” (III, 50); 2) denostación de los recursos y el utillaje topificados, como el símil anafórico “visionario” de la enumeración caótica ecuacionante de elementos disímiles: “Basta… / de los furtivos como iluminados (III, 66…); 3) por lo tanto, arbitrariedad metafórica: “ojo por ojo / ojo árbol… ” (IV, 56…); 4) y, puesto que se pueden alterar —trasladar— los significados, por qué no permutar “deportivamente”, ludificando con las propias palabras: la permutación como un hipérbaton léxico capri­choso, a la manera de los quevedianos “la jeri aprenderá gonza siguiente” y el “Matusgongorra”: “Al horitaña de la montazonte / la violondrina y el goloncelo… (IV, 162…); 5) la permutación pentagramática para hallar la nota —¿la clave?— escondida, como en unas “variaciones enigma” elgarianas —notación musical con la que ya jugara en “Tour Eiffel”—: “…rodoñol / …rorreñol / …romiñol / …rofañol / …rosolñol / El rosiñol” (IV, 193…); 6) permutación por amplificación semántica explicativa: “Aquí yace Clarisa clara risa… /Aquí yace Altazor azor fulminado por la altura ” (IV, 277); 7) o por significantes adyacentes (otra vez Quevedo: —pretendiente—> “pretenmuelas”, mariposas—> marivinos—, de quien sin duda aprendió mucho, aunque afirmase que no había ningún poeta español después de Góngora): “meteoro— meteplata —> metecobre—> meteópalo (IV, 335..,); 8) a partir del canto V (“Aquí comienza el campo inexplora­do”) la libertad esgrimida se convierte en un auténtico libertinaje asumido como autocrítica lúdica, de tal forma que el vértigo del juego creativo le lleva a que el “molino” (V, 240…) vendavalizado por esa furia creadora —nacida de la rebeldía colérica ante la impoten­cia— lance sus aspas a la vorágine del “sport de los vocablos” (III, 144) y la montaña rusa de la trituración, desenfreno y descoyuntamiento arbitrario —pero no gratuito— de la lengua: el método permutatorio adquiere, así, la categoría de la trascendentalización imposible de la receta para hacer poemas dadaístas de Tristan Tzara: a) dislocaciones de género: “La montaña y el montaño / con su luno y con su luna… (V, 110…); b) la rima le confiere legitimidad —supuesta— para ecuacionar palabras como metáforas capricho­sas y luego intensifica o amplifica esos términos uniéndolos —como en una “siembra y recogida”— en frases irracionales cuya coartada justificatoria es que “eran” metáforas: “El horizonte es un rinoceronte / El mar un azar / El cielo un pañuelo / La llaga una plaga / Un horizonte jugando a todo mar se sonaba con el cielo después de las siete plagas de Egipto / El rinoceronte navega sobre el azar como el cometa en su pañuelo lleno de plagas (V, 217…); c) hipérbatos transignificables: “La herida de luna de la pobre loca / La pobre loca de la luna herida (V, 231…); d) progresiones jitanjafóricas basadas en juegos anteriores y causantes o determinantes de las palabras autónomas —autorreferentes— de la algarabía de los cantos finales: “Empiece ya / la farandolina en la lejantaña de la montanía… La faranmandó mandó lina / Con su musiquí con su musicá… (V, 476…); e) verbalización y sustantivación de nombres y verbos (fundamen­tado en el símil y la elipsis —que cae como una “cabellera”, acuesta en la o como una “cama”…—desumetaforización): “La cascada que cabellera sobre la noche / mientras la noche se cama a descansar… (V, 497…); f) puesto que la visión interior no tiene nombre, nombre para la visión— en un gesto entreverado de autoparodia por la búsque­da y huida de un vocabulario, gramática y semántica de un idioma particular o idiolalia que no es sino una presunta idiocia personal (que le impulsa a caricaturizar el creacionismo e, igualmente, la escritura clásica, reescribiendo a Espronceda en este caso): “Soy todo móntalas en la azulaya / Bailo en las volaguas con espurinas… (V, 547), “Zzí lona en el mar riela / En la luna gime el viento / Y alza en blanco crujimiento / Alas de olas en mi azul (V, 565…). Los cantos VI y Vil constituyen la extrernización, el “cul de sac”, de esa utopía o idioglosia —esquizofrenia, al fin, entre el ser y el no ser (que debe ser)—, escritura apuntalada con elementos tradicionales, trepanación de nexos —a la manera de “Un cup de dés”—, paronomasias, aliteraciones… sustituyendo el texto por el silencio, el puente por el abismo: gruñidos de un estertor —o de un aprendizaje—: ¿palingenesia o palinodia? Huidobro no engaña ni se miente: ante este estrépito, tras la esperanza ini­cial (“Yo poblaré para mil años los sueños de los hombre”, I, 572) y el aullido soberbio de todo buen ególatra y falso mistificador (“Soy el único cantor de este siglo”, V, 537), pensaría como Hita: “Parió mezquino topo”. O como Shakespeare: “Mucho ruido para nada”. Por ello el Canto V finaliza así: “Y yo oigo la risa de los muertos debajo de la tierra». Ya, incluso en plena euforia, había previsto su propio cadaverismo: “Aquí yace Vicente antipoeta y mago ” (III, 282). El sueño de que la poesía es el habla superior de la lengua —y del lenguaje— se ha roto.

La permutación busca la clave de la utopía: del “eterfinifrete” (obsérvese la abso­luta capicuidad del palabro). Y esa clave resulta ser —por impotencia o consustancialidad— el silencio: la onomatopeya de la afasia significativa o de un len­guaje cuyo referente hay que inventar: un “unipacio” y un “espaverso” de los que para el creador solo existe -por el momento- el grafema, el letrismo: “El pájaro tralalí canta en las ramas de mi cerebro / Porque encontró la clave del eterfinifrete / rotundo como el unipacio y el espaverso / Uiu uiui / Tralalí tratalá / Aia ai ai aaia ii” (IV, 355…). Se ha construido una progresión hacia la voz pronunciadora desfallecida en una regresión al silencio alusivo, una algazara preidiomática o gestación onomatopéyica como esperma de otro mundo. Ya en el Canto I hay una prefiguración o profecía de ese silencio final: “Volvamos al silencio” (555…). Y en el último verso del III: “Rumor aliento de frase sin palabra”.

Altazor se constituye, de esta forma, en la negación del lenguaje heredado y la búsqueda de otro que legar: en la poematización castrada y frustrante de una poética fértil y ambiciosa: al no hallar más que el vacío, se lanza al suicidio de la incoherencia. Es un intento de cerebralización de la palabra como neurona del mundo. Se trata de hallar la latitud en la que el mundo se hace verbo. Y al no hallarla se renuncia a la objetivación: tal como Poe obliga a Gordon Pym a cegar los ojos y abandonarse ante el horizonte presentido.

5. Frente a la estética de que “el arte imita a la naturaleza” o la de que “la natura­leza imita al arte”, Huidobro se decide no por aquella como podría parecer: sino por comportarse como la propia naturaleza: imitarla como creadora, no tomarla como mímesis: porque el poeta es —debería ser— también un dios: la consigna “Hacer un poema como la naturaleza hace un árbol” lo atestigua: sólo es una imagen como crea­ción desde la nada. Huidobro quiere hacer brotar un poema desde su propia naturaleza de hombre poeta: tomar ejemplo de la naturaleza, no imitarla transcribiéndola. La na­turaleza del poeta es no imitar el arte —ya “acto”—, sino crearlo como Baudelaire había dicho: “sumergirse en lo desconocido para encontrar lo nuevo”. Esta fe en un nuevo lenguaje es la que lleva a Huidobro a escribir: “Yo hablo en nombre de un astro por nadie conocido / Hablo en una lengua mojada en mares no nacidos (I, 609…). En esa “forma” de creación o afán creador están sin duda Góngora y Mallarmé. Y en su punto de partida Rimbaud y Lautreamont. En esencia Huidobro opera con la simplici­dad —ya como sustrato— aprendida en Góngora cuando escribe: “Media luna las armas de su frente”: Góngora crea una metáfora sobre otra metáfora en un texto ya hermético por contexto: la “media luna” es (la forma de) “las armas” —que son los cuernos del toro: que es Júpiter constelado—: (cuernos=) —> armas —> = media luna. Es el paso de la comparación —semejanza entre objetos identificables por autor y lector— a la metáfora — identificación de los elementos no siempre identificables por este— y a la visión —ecuación entre los elementos cuyo canon de relación estable­ce la arbitrariedad mental del autor—. La causalidad espacio-temporal del poeta tradi­cional deviene “arbitrariedad” en el autor moderno: el libre albedrío —la experimenta­ción—, la fuga de la “norma” estética es consecuencia de esa libertad: al alterar el orden “natural” de la naturaleza se ofrece el orden “artificial” del hombre: el simultaneísmo espacio-temporal en lugar de la sucesividad: la permutación es el leit­ motiv transgresor —una rebelión referencial, léxica, sintáctica, fonética, semántica: negadora de la voz como ortodoxia desde la heterodoxia de un mundo que inventar a partir de la voz, la palabra, inventada— de ese “non serviam”: la voluntad de afirma­ción de la propia conciencia como engendradora del mundo: una otredad nacida de la mismidad oculta. Lo que se predica es utilizar la mente como un instrumento creador de nuevas realidades y no solo como receptor o sintonizador de las ya existentes. La permutación es el hilo de Ariadna que hilvana esta transgresión utópica: pero también muestra la gran terribilidad: los límites del hombre: el poeta —el hombre— ni siquiera “es un pequeño dios”. Que escribir no es crear. Que la escritura no es más que una criatura. (Además, por ese camino —la utopía malentendida y malperseguida— se llega a una contumacia —en el otro extremo de la de los poetas mestureros, apócrifos, falsarios, sicarios de las modas y la plebe del éxito—: tomar el lenguaje como fin y no como medio para el conocimiento: la identidad. Lo que importa de los experimentalismos es abandonarlos una vez practicados como desamordazamiento: salir ilesos del riesgo que comportan: como hace el propio Góngora después de trope­zar, cegado por su fulgor culterano, con la innecesariedad del —valga el ejemplo como paradigma— hipérbaton como tropelía: “de cuantos pisan faunos la montaña”).

6. Altazor es un texto que identifica la creación con la imposibilidad deconseguir­la: y esta impotencia, lejos o además de herir al poeta, le otorga el honor de ser creador fracasado, pero creador (perdedor: a la manera, por ejemplo, del cortazariano “perse­guidor”): ya lo he dicho e insisto: la derrota como victoria porque la poesía es, por definición, indefinible, inescribible, innombrable: inefable. La inefabilidad de la poe­sía —paradójicamente— concede legitimidad poética al poeta: su destino es el fraca­so: pero intentar ser un prometeo irrestricto como un sísifo contumaz que acepta su castigo como un tántalo recalcitrante es conseguir la gloria de la rebeldía frente a la limitación del conformismo, perseguir la utopía a pesar de su imposibilidad: esa es la esencia del malditismo. La soberbia como obstinación y salvación —redención— del orgullo descoyuntado. La afasia: pero también la soledad por incomunicación —por castración expresiva— del vate.

Tal vez esta reflexión sirvió de coartada para que un poema fragmentario, pergeñado, ambicioso, inconcluso como un túnel que ciega a quien cava buscando la luz en las tinieblas, pudiera presentarse como terminado: pero dejándolo —eufemísticamente— “abierto” (para posibles añadidos o inextricables interpretacio­nes): lo ignoto y hermético, lo gongorino y mallarmeano es también maldito: rimbaudiano. Es un “error” asumido como contumacia jánica: cuyo “otro” rostro es el de la auténtica verdad: no (se) quiere crear el mundo mediante el lenguaje, sino suplantarlo con este. Su creacionismo —el acto creador no solo huidobriano— sería una —supuesta— impostura categorizada como verdadera identidad. La palabra, el verbo, como icono de las cosas aún inexistentes. Se propone el reverso: “el unipacio y el espaverso” se consolidan como la forma nueva —buscada, inencontrable— del otro mundo: en vez de la naturaleza primero y luego los nombres, al revés: la consecuencia inductora de la causa: en lugar de nombrar la naturaleza, crear una naturaleza para sus nombre. Es el sueño, la utopía de todo creador. Se pretende nombrar de nuevo el mun­do para sacarlo del caos poético en el que lo han sumido el convencionalismo y academicismo de todas las tribus cretinistas y conformistas adoctrinadas y dogmatizadas en el “arte” de la simulación: así en la vida como en la poesía: pero tal tentativa y pretensión sumerge al autor en un caos más profundo: la dislexia grafémica: la esquizografía graforrea: el significante sin significado: porque — en este mundo— no se pueden crear primero las palabras y después el mundo al que aquellas aluden —esta es la suprema esperanza y deseo del creador y ahí el origen de su malditismo (luzbelismo) al saberse impotente—: crear un mundo poético cuyo referente sea ese mismo mundo poético u otro creado para él. Ese espíritu —el de “ser o no ser”— es el residuo o la presunta conquista que asoma a los cantos finales de “Altazor”.

El “eterfinifrete” —la buscada Beatriz muerta en el camino solar tras haber con­ducido solo ante el rostro del Enemigo: la Afasia— se convierte así —con su palindromía (círculo creativo-destructivoimpotente-afásico)— en el viaje de ida y vuelta a ningu­na parte y desde parte ninguna: un solipsismo por el espacio sin fin y sin finalidad: la permutación es una movilidad sin movimiento: ilustra la inutilidad de la alteración de los factores respecto al producto: el “unipacio” y el “espaverso” siguen tan fútiles como su reverso. Y con esa permutación se muestra —además— la arbitrariedad del signo lingüístico. La vorágine iconoclasta como desorden ordenable es un vértigo translatorio igualmente anquilosante y anquilosable: la heterodoxia es otra ortodoxia. Altazor ha realizado un viaje visionario —la concepción del poema como anagnórisis de sí mismo — por un espacio no geográfico, sino por un firmamento mental, trazando una cosmología poética que se inicia con el lenguaje como expresión conven­cional, continúa con la búsqueda de otras idoneidades expresivas y su rechazo —o fracaso— por insuficientes y acaba con el silencio como única palabra pronunciable. De modo que Altazor-Huidobro ejercita su viaje miciático como un Dios creador —creacionista— que juega, inventa, ludifica, metamorfosea la lengua para darle esplendor y luz —y limpiarla, pero no fijarla—, quedando cegado por el lenguaje y acabando en el infierno de la afasia o el signo sin significado, útero sin feto ni parto. En suma: es la trayectoria de Luzbel. El flamigerio de un ángel buscador de un paraíso verbal que había pretendido reencarnarse en un adán de la palabra.

“Altazor” es, en fin, un malabarismo verbal que se burla —a su pesar— de los malabarismos vanguardistas que el propio Huidobro había protagonizado: porque no hay significante que pueda dar voz —pronunciar— la poesía. Es la culminación y la denostación —como El Quijote en su caso — del creacionismo y otras vanguardias en nuestra lengua: no se puede hacer «florecer» una rosa en el poema porque el hombre no se comporta como la naturaleza cuando hace un árbol: el mundo no está hecho con palabras ni de ellas. Su creación es un descreimiento del hallazgo como creación y se encamina a ser —más que una construcción— una destrucción. Por eso va ensayando, esbozando y desechando escrituras, experimentando en la probeta de los recursos y teniendo como eje la permutación. Se juega con metátesis, combinaciones, jitanjáforas, correspondencias… —al fondo escucho el dodecafonismo—, para acabar aceptando que los juegos juegos son y que la vida — tampoco, por tanto, la poesía- no es un juego.

El tema de Altazor es el de la búsqueda y pérdida de la identidad de la poesía—que vale tanto como decir la vida— y su contigüidad o consustancialidad con el poeta —que equivale a decir el hombre —. (Porque escribir es no nombrar el nombre del hombre en vano). Pérdida aparente porque se identifica identidad con identifica­ción —comunicación— entre los hombres: pero “las palabras de la tribu” ya no comu­nican entre sí a sus atribulados componentes: y el poeta ha reducido la tribu a la indi­vidualidad: las palabras para la tribu ya solo son para sí mismo: se ha deslenguado el lenguaje y la lengua es nada más que una fonación unipersonal: porque frente a las otras artes la poesía es la más abstracta de todas: la música se representa en el pentagrama y se oye con el cuerpo; la pintura se ve en el lienzo: sus signos son representaciones de una tangibilidad; pero la palabra es un signo intangible que representa una intangibilidad: la mente: la incoercibilidad. A esa caverna —la soledad como único reducto de la mismidad: la única libertad— nos ha conducido la civilización inculta llamada socie­dad. Qué lejos ha quedado la afirmación kantiana —“La cultura es el propósito final de la naturaleza”— de esta cultura incivilizada y socializadora —alienatoria— que Rousseau denunciaba: supongo que ese es el motivo que le obligó a escribir: “Heme, pues aquí, solo en la Tierra, sin más hermanos, amigos próximos, sociedad, que yo mismo”.

error: Content is protected !!
Este sitio utiliza cookies para ofrecerle una mejor experiencia de navegación. Al navegar por este sitio web, aceptas el uso que hacemos de las cookies.