Hace unos días, empezaban las fiestas de Navidad y hablábamos de recuerdos, presencias y hechos que marcaron otros momentos navideños en nuestras vidas.
Parece que este año, al fin tiempo de reencuentros tras los años más duros de pandemia, de las no reuniones y de las ausencias familiares, se prestaba bastante bien para recordar abrazos y besos de otra época. Todo era proclive a la nostalgia e iban apareciendo, lentamente, recuerdos de la infancia, incluso para quienes la vivimos, como es nuestro caso, hace ya muchos años.
Alguien habló de los Reyes, de la mágica y fantástica noche del 5 de enero, de cuando apenas sabíamos de la existencia de Papa Noel, porque en una España aislada del resto del mundo…pocas tradiciones que no fueran las nuestras traspasaban los umbrales de las fronteras o de nuestras vidas.
Mi infancia, sin embargo fue bastante permeable, la presencia y ausencia de mi padre se encargó de ello. Marino de profesión y, por tanto, viajero incansable nos proporcionó una mente en la que había espacio para un mundo sin fronteras, desde bien pequeña supe que era ancho e inabarcable, lleno de lugares increíbles e historias por vivir.
Pero… volviendo a las Navidades y a la noche de Reyes….
Recuerdo una especial, con un inesperado regalo que no sabíamos bien cómo valorarlo… Fue cuando la mañana del día de Reyes nos devolvió la certeza de que teníamos padre, y que en esta ocasión, no venía de oriente ni del desierto, sino de las míticas tierras de Santa Claus, de los hielos del Mar del Norte en el que por unas horas había estado desaparecido.
He tenido que cotejar la historia de los recuerdos familiares con mis hermanas, a falta, lamentablemente, de testigos presenciales más directos… ya desaparecidos. Aquí se mezclan los hechos, el recuerdo de cómo lo vivimos, la memoria de lo que nos han contado y algo de lo que la hemeroteca de los periódicos nos ha aportado.
Corría el recién estrenado año 1967 y era la mañana del 5 de enero, cuando mi madre salió de casa a hacer unos recados, algo secreto que solo ella podía hacer, porque en nuestra casa aún reinaba la inocencia que proporcionaban los Tres Sabios de Oriente, compró La Vanguardia y cogió un tranvía, empezó a leer el periódico por el final. Obviamente llegó a su destino antes de acabar de leerlo, hizo su cometido y regresó a casa. El teléfono sonaba aquel día con más frecuencia de lo habitual, a pesar de ser fechas señaladas… eran demasiadas llamadas, tanto que finalmente mi madre preguntó a mi tía y a una amiga: -¿Qué ha pasado? ¿A qué se deben tantas llamadas?
En las primeras páginas del periódico La Vanguardia aparecía la noticia de que un barco español, el Lago Mayor, cuyo capitán era mi padre, se había perdido entre las brumas del Mar del Norte…
El teléfono siguió ocupado, pero ahora por mi madre, que llamó a periodistas, se puso en contacto con armadores, navieras, estaciones de radio, consulados, embajadas y pasó la que sin duda fue la Noche de Reyes más larga de su historia, en la que, para asombro nuestro, pasaba totalmente de ponerle agua y zanahorias a los camellos, dulces a sus Majestades los Reyes… y tampoco avanzaban las figuras de nuestro belén.
En efecto, los periódicos dieron, con noticias bastante confusas, por perdido al buque Lago Mayor, desaparecido entre las brumas de las costas del Mar Báltico, costas que, dicho sea de paso mi padre conocía como la palma de su mano. ¿Qué sucedió?
Mi padre era ya por aquel entonces un experto marino, que había navegado todos los mares y que, según mi recuerdo, se pasaba media vida por las costas del norte de Europa, países escandinavos con los que estaba muy familiarizado. La naviera para la que trabajaba le valoraba mucho y estaba contento con él y viceversa. Añado este dato porque quizá de no haber sido así… no hubiera ocurrido esta historia.
El Lago Mayor, su barco, tuvo una avería, en Pitea, en el norte del Golfo de Bosnia y las autoridades suecas dijeron que no estaba en condiciones de viajar, opinión que no era compartida por mi padre, que además de experto marino era también perito en averías marítimas. Esa avería suponía, muy probablemente, el final de su nave, que poco preparada para gélidas temperaturas difícilmente resistiría ese invierno, además de la ruina para la naviera, que no solo tendrían el barco parado e inutilizado, sino que además tendrían que pagar una fortuna en derechos portuarios, por no hablar de los salarios de toda una tripulación…. En resumen, aquello iba a ser un desastre. Mi padre pidió permiso para llegar hasta Hamburgo, Alemania, y se lo negaron, entonces pidió permiso para, con un rompehielos trasladarse, dentro del mismo país a un puerto de más al sur, y eso, previo pago del coste que suponía, se lo autorizaron. El puerto al que debía ir implicaba navegar una parte de la travesía por aguas internacionales; cuando llegó ese momento mi padre cortó las amarras que lo unían al rompehielos, y, para evitar que lo hiciesen volver a aguas suecas y que su barco agonizase en un puerto de ese país, navegó entre fiordos que tenían pocos secretos para nuestro lobo de mar… buscando el modo de salvar “su” barco y evitar la ruina de “su” compañía… Pero, el precio de esa escapada era alto: tenía que mantener la radio en silencio y desconectar el radar así como cualquier aparato que pudiera delatarle. Ello implicaba navegar, en efecto entre brumas, midiendo el fondo con una sonda manual y en una zona del Báltico que no estaba balizada……
Además de los peligros que podemos imaginar había uno extra, bastante increíble y novelesco, pero no por ello menos real. E. Mar del Norte estaba minado, sí, por extraño que parezca había bombas procedente acciones bélicas de la segunda Guerra mundial. Una parte, lo que mi padre llamaba, “el pasillo” era perfectamente transitable y sin peligro, ya que se habían trazado rutas seguras para los navegantes… rutas que mi padre se vio obligado a obviar. Desconozco cómo está ahora ese tema, pero buceando por internet he visto que sigue habiendo muchas bombas en esas aguas, y que ello preocupa, básicamente, a organizaciones ecologistas por la huella contaminante que deja… sin duda en aquella larga noche de Reyes eso no debía ser el principal desasosiego de mi madre.
Las autoridades suecas comunicaron su desaparición, y la prensa del lugar lo publicó de modo bastante dramático como “vapor español perdido entre las brumas del Mar del Norte”. Diversos periódicos españoles se hicieron eco de la noticia, que llegó a mi madre aquel día 5 de enero y que nos tuvo a toda la familia navegando por mares de incertidumbres hasta primeras horas del día 6, en que mi madre consiguió que un periodista escandinavo le confirmase que el Lago Mayor había sido avistado rumbo al sur, cerca de aguas internacionales, rumbo a Alemania.
Mi madre nos abrazó diciendo que teníamos el mejor regalo de Reyes: la certeza de que mi padre estaba vivo.
Él a las pocas pudo comunicarse por radio con su compañía, poco después llegó a Hamburgo, donde ya lo esperaban representantes de su naviera, que lo recibieron con no pocos honores, después de un par de días de papeleo y otras obligaciones propias de su cargo voló a Barcelona.
Para entonces las vacaciones habían acabado y nosotras habíamos reiniciado nuestro curso en el Colegio Montserrat, al que íbamos en un autocar que nos recogía cerca de casa por las mañanas y nos devolvía por la tarde. Aquel jueves 12 de enero, cuando llegamos a nuestra parada hubo aplausos, lágrimas y abrazos, muchos abrazos. Aquello fue una fiesta.
Con el paso de los días supimos que había habido muchos más problemas, incluido un pequeño motín a bordo… pero eso ya son otras historias que quedan para otro momento y poco tienen que ver con el día de Reyes de 1967.