Autor: Francisco Mas-Magro y Magro.
Asomaba Luisa tras el visillo del ventano. Su cara algo pálida y los ojos enrojecidos. El brillo de las pupilas sospechaba la fiebre que sentía más que nada en la cabeza. Un tanto embotada, no mucho, como una pesadilla incómoda. El sueño había sido ligero, de una inquietud prolongada. La noche envuelta en pesadillas, como las de un niño pequeño que duerme por vez primera solo.
Afuera un sol velado por la niebla de la mañana hacía presentir un día húmedo. Es el final de la primavera y el verano parece holgazanear en un despertar de otoño. Dicen los sabios que si el cambio climático, y el recuerdo del abuelo nos pinta otras auroras parecidas, aguosas, de esas que duelen en los huesos.
Una cierta sensación de miedo. Bueno, más una inquietud que le recorre la espalda, como un escalofrío. Ese peso en el pecho, como si el sentir alado de Chopin. Y su pensamiento, preocupado por lo que se dice allá afuera. No el viento, como una brisa, que penetra al entornar la ventana, no el bullir de la calle, con su griterío opaco y el caminar de hormiga de los viandantes. O quizás todo ello, bajo el fluir de la desazón basada en los sucesos.
La hermana confinada, atrapada en la soledad de su viudez reciente, vedados los abrazos. Los nietos, como una extraña melodía diluida en el aire. ¿Pueden los árboles de la plaza seguir viviendo? Cuando la ciudad se agita temerosa, disimulando la inquietud, huyendo de las voces, de los suspiros, embozadas las caras como asaltantes, proscritos los afectos, sospechosos los rincones.
Un rayo del sol, que medroso se libra de las nubes, le irritó los ojos. Hizo un gesto de fastidio y notó el pellizco de un picotazo de tristeza.
La voz del locutor cuenta la estadística. La nueva ola de esa gripe extraña ya venida a menos. Y Luisa, volvió a recordar su catarro. Su rinitis. Su cansancio.
Odió, de pronto, doliéndole el alma, la hipocresía de los que cantan la plenitud de la sonrisa. ¡Nada de mascarillas! ¡Volvamos al abrazo! Disimulando, con ignorante atrevimiento, la prudencia de mantenerse alerta en este extraño tiempo, de cuya historia nadie sabe; ni de cuál su trayecto…
El wassap suena en el móvil, como una campanita dulce. Su amigo Rafa. Recuerda Luisa que objetaba su conciencia, la de Rafa, de la necesidad de las vacunas, y ahora…, paciencia y ¡que te mejores! Dame un toque cuando salgas. Del hospital.
Tiene suerte. Han pasado dos años desde el primer sobresalto. Son un grupo de amigos, caminantes, deportistas, sanos. No sé, pero Rafa, un mocetón de sesenta y seis años, negaba la evidencia de la muerte vestida de malva. De esa Parca bailando fox-trot. Va de viejos, decía.
Lo decía de un virus desconocido.
Es cierto que todos los años la muerte se llevaba con los santos a miles de ancianos. La gripe común. La gripe corriente. La que de tanto bailar con nosotros se hizo nuestra y la banalidad le cedió un sentimiento de amistad, como de sin importancia. La gripe. Ah, sí, la gripe. Fiebre, tos, cansancio, dolor en todas partes… Y a seguir viviendo, como si nada.
Se apartó Luisa de los visillos notando su suerte en la precavida inyección de las vacunas, de aquellos virus fragmentados oportunamente incrustados en su brazo.
Mas, ayer el test de antígenos le había dado positivo.
¿Cómo es posible? Preguntó a su amigo médico. Se había iniciado con un simple catarro de nariz, eso sí, con muchos mocos. Mocos por doquier y muchos pintados de sangre. ¿Y las tres vacunas? Se lo preguntó al doctor, un buen amigo de la juventud. ¿Cómo es posible? Habrás tenido fiebre, le dijo. Sí, un poco. Un par de días.
Se saludaban a través del Messenger. “¡Hola!” “¡Hola!” “Sigues como siempre, Paco. No pasa por ti el tiempo”. “Gracias Luisa, tú también estas guapa”.
“¿Y qué más cosas te ocurren?” “Un cansancio, como si llevara ropas de losa. Y un poco de tos, como si la garganta inflamada. Ya sabes”. “¿Cuánto tiempo?” “Como cinco días”. “Vale”.
Levantaba la niebla sobre la ciudad dejando libre un sol que iluminaba sobre la gran plaza. Siempre suponemos que más allá también debe lucir este sol desmadrado, aunque parezca que caiga de pleno solo sobre nosotros.
Es un edificio moderno y la ventana da acceso a un pequeño balcón. El balcón se eleva un cuarto piso. Abajo las gentes comienzan su vida, impasible la actitud, cada uno a lo suyo. Parece transcurrir todo bien. Al menos, todo lo bien que nos han aleccionado desde los medios. ¡Ay!, este gobierno de vacilaciones.
Han sido dos años duros. El confinamiento. El miedo. La soledad. El desapego. Amores frustrados. Parejas que se han conocido en el encierro tras años de convivencia. Vidas que se quiebran. Amistades dispersas.
Y, después, los medios dictando. ¡Ya todo ha pasado! ¡Abajo las murallas! Una responsable con la sonrisa del gato de Alicia.
La orfandad social arañando la posibilidad del saludo nuevamente. La risa al viento, como las manos, como los ojos, como el corazón. Al viento del mundo. La voz de Raimon como cuando la dictadura de antaño.
Desde ese balcón abierto de par en par, asomaba Luisa intentando una bocanada de aire fresco. Aire puro de aquella mañana.
Las personas correteando por la calle no se tocan. Se cruzan con respeto. Unas con mascarilla quirúrgica. Otras con la “efepedós”, afirmando su seguridad. Mascarillas que tapan nariz y boca. Mascarillas que solamente cubren la boca. Mascarillas que son como collares que tapan las arrugas de la edad. Mascarillas en el codo. Y, otros, sin nada.
Y el virus, protagonista del asunto, pululando a sus anchas, más o menos “mutado”.
He leído en internet: “Cuando una persona habla, canta, tose o estornuda, libera pequeñas gotas o aerosoles de saliva que transportan partículas de virus. La cantidad de virus varía considerablemente de un individuo a otro. Algunos tienen una carga baja, diez mil copias virales por mililitro de saliva, aunque la carga promedio oscila entre diez mil y un millón de partículas, pero vemos algunas que llevan hasta mil millones de copias virales por mililitro»
Estas diminutas gotitas infectadas pueden lanzarse directamente sobre nuestra cara, o permanecer en suspensión, «vagando» por el ambiente durante minutos o incluso horas.
Y aquí es donde realmente comienza el proceso de infección”.
Había cerrado Luisa la ventana. De pronto presintió un panorama desolador de gentes correteando por las calles envueltas por nubes de miles de microbios.
¿Qué hubiera escrito Kafka al respecto? Se preguntó estremecida.
Se lo había sonsacado a su amigo médico. Aunque la imagen no era muy nítida, la voz se escuchaba limpia. Messenger funciona. Cuando funciona -como todo lo técnico.
Lo había encontrado en el despacho de su casa. Algo despeinado, pero se le veía bien. Siempre fue un muchacho apuesto. Al menos elegante.
“¿Tienes las vacunas?” Le preguntó. “Sí, las tres que se han propuesto”. (Ciertamente se sintió orgullosa, como cuando en el colegio levantaba el brazo para contestar la pregunta del maestro).
“Bien” – le respondió. Puso voz de profesor. (No sé de qué. Que se sepa, licenciado).
“Después de que el Sars-CoV-2 consigue invadir las primeras células de nuestro organismo –Paco dixit-, la siguiente etapa involucra «ganar terreno» y el virus se decide a ampliar el espectro de acción.
Así comienza la película que prosigue con alarma. Las miles de copias que se liberan de cada célula invadida avanzan cada vez más en el organismo: comienzan a trabajar en la superficie de la cara, después entran en la nariz, bajan hasta la garganta y finalmente llegan a los pulmones. ¡Cielos, la temida neumonía!
El período de evolución silenciosa, en el que la presencia del virus no genera ninguna señal, lo conocemos como incubación. Y hemos notado en los últimos meses que el tiempo de incubación de las nuevas variantes es más corto»,
Paco sigue contando la película: “A medida que el virus avanza a través de las vías respiratorias superiores (nariz, boca y garganta), va llamando la atención de nuestro sistema inmunológico, que inicia un contraataque”.
Pero lo importante de todo esto es que los “síntomas” se dan en algunas personas precisamente por esta reacción inmunológica: la secreción nasal, la tos, la fiebre y el dolor de garganta son, al mismo tiempo, intentos del organismo de eliminar el virus y un efecto de tantas células trabajando de manera incesante”. Y el suspense está servido.
Bajando de nuevo al mundo, pensó Luisa que nuestro organismo era una maravilla inimitable.
Su amigo el doctor notó su “distracción”.
“¿Has entendido lo que te he dicho?”, preguntó interesado.
Siguió su lección.
“Ahora vayamos a nuestro caso. En la actualidad y gracias a las vacunas y a las mutaciones y etcétera, en general, todo es menos importante y la tendencia es que los peores síntomas, como dolor de garganta y fiebre, duren alrededor de tres días”.
El tono del móvil de Paco intervino inoportuno. Se disculpó, atendió la llamada y solicitó marcharse con la coartada. Casi una fuga precedida de un “Un beso Luisa, un saludo fraternal y un abrazo muy grande”. “Yo también te quiero Paco”.
Y, ¿qué más? Quedó Luisa al margen del “streaming”, cortándose la comunicación.
Acudió de nuevo al Google. Buscó entre, aproximadamente, dos mil millones de resultados que fueron aportados en 0,65 segundos.
“Desde un punto de vista individual, descansar y mantenerse bien hidratado es fundamental para asegurar una buena recuperación y dar «oportunidad» a que el cuerpo reaccione bien.
Tomar algunos remedios sencillos para las molestias de la infección, como la fiebre y el dolor, también puede ayudar”.
Estos síntomas son, en realidad verdaderas defensas del organismo.
Y Google le advirtió: “Si después de 72 horas del inicio de los síntomas tienes dificultad para respirar o la fiebre persiste, debes buscar atención médica».
Pasadas hasta dos semanas desde el contacto con el coronavirus, el sistema inmunitario suele «ganar la batalla» e interrumpe su proceso de replicación y destrucción de las células la mayoría de las veces.
Y recordó Luisa que esta victoria se ve facilitada por la vacunación: las dosis permiten que las unidades de defensa estén «entrenadas» de manera segura para que sepan cómo combatir al virus incluso antes de que entren en contacto con él.
A los tres días el wasap le anunciaba que Rafa, su amigo, ya estaba en casa. Seguía la tos y la fatiga había remitido.
Fue en la tarde, esa tarde de principio de verano mediterráneo. La brisa humedecía levemente el ambiente y Luisa disfrutaba de una “palometa” en el quiosco de Canalejas, junto al mar. La mascarilla de tela en su bolsillo. Para cuando el regreso. La sabe necesaria para prevenir contagios. Digan lo que digan.
Al fondo, un hombre mayor sentado en uno de los bancos del parque tocaba la guitarra: “Entre dos aguas”. Esa rumba pulsada por Paco de Lucía y que revolucionó el mundo del flamenco. Cubría su boca una mascarilla con la bandera de España.
Miles de virus rodeaban al concertista. Creo que enamorados de su ritmo. Kafka tomaba apuntes.
Fotografía de Consuelo Jiménez de Cisneros. Madrid, primavera de 2020.