LA MALAQUITA
Guardada en el cajón de un viejo armario, era uno de mis mundos preferidos junto a alguna muñeca, infatigable asistente de reflejos maternales. Prefería como juguete a la malaquita porque podía dar vida en sus entrañas veteadas.
Mi niñera, quieta y opaca como una roca, permanecía siempre sentada con la autoridad administrada por la justicia de los hombres. Era una mujer estática y no ejercía sobre mí sino la vigilancia del espacio material, mas no imaginario. Como todas las tardes que pasaba a su cargo, se abrían para mí lugares insondables donde los verdes se deslizaban como laberintos conectados a mis ojos insaciables . Los bosques de abedules nacían al inicio, tallados por pequeños puntos de materia diversa como extraña intromisión. Los meandros me llevaban de uno a otro lado , para sugerirme que nada está quieto en el Universo y las aguas eran verdes esmeraldas haciéndoles guiños a la verdad absoluta; cada día los viajes iban de una a otra dimensión. No necesitaba sino mirarla y a menudo, acariciarla.
Cierta tarde de lluvia intensa la esfinge muda pero humana al fin no volvió y mi niñez se fue con ella.
Ingresé al mundo exterior asomándome con ojos incrédulos y me dediqué a crecer. El día que cumplí doce años pensé que había vivido mucho, pues sentí el tiempo como una torre dentro de mi frágil cuerpo adolescente. Estudié lo suficiente como para entender que los libros son parte esencial de la vida y que nunca se cierran, una vez abiertos. Cada letra constituyó poco a poco una verdad inapelable. El misterio del lenguaje atravesaba mi visión diaria y este mundo había sido construido con la materia de la palabra, era mi certeza.
Cuando nació mi primer hijo, conocí el rastro genético del pasado. Creció con la libertad de crear con su cerebro lo que nadie sino él podría hacer.
Viví muchos años pero no los suficientes para aprender a olvidar. Me hubiera gustado ganarme la licencia de hacerlo.
Hoy abrí una vieja caja como esas ventanas por las que ingresa aire renovado. Asomaron los verdes en torbellino ritual: sin advertirlo, la piedra yacía partida en el piso con la geometría del destino, a la espera tal vez que alguien de este mundo le diera sentido cabal.
LA CASA
Había terminado la guerra. Eso era todo. El mundo comenzaba para mí, hecha pedazos, con mitad de techo y aleros desgarrados pendientes de un hilo. Fui cobijo de algunos soldados cuyo idioma no entendí, porque los niños y padres que me dieron alma habían huido una noche en que un viejo Citroën los llevó. Recuerdo al más pequeño envuelto en frazadas y la niña que corría de la mano de su padre. Llevaban algunos abrigos y bajo los cilindros de luz del automóvil entendí el saludo de despedida.
Quedé bajo estas soledades de la tierra normanda a la espera de mi propia muerte. Pero todo tiene fin en estos pasares mundanos. Así que cierto día de gloria inusitada volvieron mis habitantes. Estaban muy cambiados y pusieron manos a la obra para retornarme a la fortaleza pasada. En poco tiempo me restablecí.
Los días peinaban mi techumbre y las noches acariciaban mi nueva alegría de ser nido. Cierta tarde trajeron un piano, regalo de alguien por mí desconocido. Entonces comencé a llenarme de armonía que el silencio recibía con notable pulcritud. En las primaveras, lavandas llenaban de azul mi tierra: era yo también parte del misterio insondable que va del cobalto diurno al negro taciturno de las noches, como el alma de mis habitantes.
Hoy ha sido tal vez el día más importante de mi existencia. Alguien ha venido a visitarme para recordar el tiempo en que fui su cobijo, cuando malherido escuché su plegaria que ayudé a elevarse a las alturas. Apoyó su mano en la puerta de entrada y me dijo con su corazón las gracias que sólo se pronuncian con el retorno.
Aquí estaré por tiempo impensado, hasta ser parte inerte del ayer tierra de guerra y hoy flores de paz.
Fotografías: La malaquita, Zizi Kessler. La casa, Consuelo Jiménez de Cisneros.