DOS POEMAS DE CONSUELO JIMÉNEZ DE CISNEROS
PLACERES PERMITIDOS
Oscilante en su cárcel de cristal,
con temblor de gacela asustadiza,
el vino se debate en oleajes
de breve mar de dulce acometida.
El vino es un perfume que va y viene,
que en un baile se aleja y se aproxima
al olfato tenaz enamorado,
al ansia de garganta desmedida.
Un rojo resplandor de flor morada
se abre al labio violento que acaricia
el borde de la copa, deleitándose
en esa espera lenta de saliva.
El bebedor que sabe lo que bebe
al gusto los sentidos anticipa.
La redondez rotunda de la copa
al néctar pone su frontera fría.
Hasta que inunda un río de sabores
la boca más curiosa y atrevida.
Y el deleite se vierte cuesta abajo,
por el cuerpo y el alma enaltecida.
Beber, vivir, volar, buscar acaso
en esa libación perfecta, íntima,
la comunión de amor con cielo y tierra,
con sol y lluvia, tan carnal, tan mística.
En la mano que elige y se recrea,
el tallo esbelto de la copa gira
con vibración de nota musical,
con mezcla de pesar y de alegría.
A la hora perfecta de la tarde
se juntan bebedores a porfía,
y el vino se acompaña de palabras,
de cánticos, de gritos y de risas.
El vino une corazones varios,
permite compartir monotonías.
El vino hace amistades y hace amores,
y lealtades forja y cofradías.
En el cándido océano del vino,
gravedades y penas se disipan;
pero queda la más grande de todas:
esa que rima con melancolía.
EL VINO DE LA TIERRA
El vino de la tierra,
compañero y amigo
que cura la aspereza de los días,
que sangra los recuerdos encendidos,
que nos junta en la mesa y en la calle
y refresca y calienta a un tiempo mismo,
que apaga los dolores,
que alerta los sentidos.
Río de sensaciones,
interminable río
que se desliza suave y lentamente
a través de los siglos
endulzando las vidas de las gentes
con su cálido rito.
El vino de la tierra
en la tierra del vino:
garnacha, cabernet,
cencibel, tempranillo,
nombres de sol metálico,
resplandecientes brillos
de copas fragilísimas
donde navegan corazones íntimos.
Degustación de sorbos
alegres, fugitivos
sensatos como viejos,
traviesos como niños.
El vino de la tierra
de godos y moriscos,
romanos y cristianos,
viajeros de fantásticos periplos
a través del océano;
vinos ultramarinos
que cruzaron el mundo
cual fieles, laboriosos peregrinos
en carros, trenes, barcos,
por senderos remotos, infinitos,
transitando en barricas ateridas
los tiempos del azar y el laberinto.
El vino de la tierra,
vino con el que brindo,
caricia de mi garganta,
perfume de mi delirio,
color de mi fantasía,
de blanco a rosado y tinto,
con rubor de amanecer
y olor de ocaso atrevido.
El vino hijo de la tierra
tiene nombre y apellido;
de familia distinguida,
es noble y es campesino.
Vino de tersas raíces
que de la Historia nos vino,
el vino que acompañara
tantos momentos vividos,
amistades compartidas,
pensamientos encendidos,
eternas conversaciones,
cantares enardecidos.
Es el vino de la tierra
y su peculiar destino
de versos, rosas y mística,
mar de oleaje divino
donde navega mi alma
y se deleita mi espíritu.
Imagen: Pixabay.