Autora: Consuelo Jiménez de Cisneros.
Los pasados días 11 de enero y 4 de febrero se celebraron, respectivamente, el Día Internacional del Agradecimiento y el Día Mundial de dar las gracias. Estas recientes efemérides nos provocan las siguientes reflexiones en torno a este fenómeno tan importante en las relaciones personales que es el agradecimiento y su contrario, la ingratitud.
Cuando se hace el bien de manera honesta, sin segundas intenciones, no se piensa en la recompensa ni siquiera en el destinatario. Así lo expresa el más hermoso refrán de la lengua castellana, tan difícil de cumplir pero que tanto contento interior produce: «Haz bien y no mires a quién».
No solo el refranero, también la literatura clásica española recoge el tema. «Hacer bien a villanos es echar agua al mar», dice Cervantes refiriéndose a los galeotes a los que ayudó don Quijote y que le respondieron apedreándole. Es que ellos no habían solicitado esa ayuda, que conste. La bondad tiene estas impertinencias. Por eso los galeotes han quedado para la historia como emblemas de la ingratitud. Los hermanos Álvarez Quintero en su obra de teatro Los galeotes así lo significan.
Proporcionar una ayuda no solicitada parte de un prejuicio en positivo hacia la persona destinataria e incluso de un cierto grado de empatía compasiva, que ve la necesidad del sujeto antes de que el propio sujeto la perciba. Pero ya se sabe que ayudar es arriesgarse. Y en esto, como en todo, debe prevalecer la prudencia. Decía un cura valenciano que hay que ser «bo» (bueno) pero no tanto como para llegar a «bobo». Mas cuando se hace el bien sin pensarlo demasiado, es fácil incurrir en el exceso.
«No tengo enemigos porque nunca le he hecho un favor a nadie», aseguraba un conocido de mi padre. Quien hace favores, aunque parezca paradójico, puede obtener a cambio disgustos. Porque hay que saber dar y hay que saber recibir. Por fortuna, son muchas las personas que, cuando reciben un beneficio, responden adecuadamente. Y muchas veces, la ayuda prestada o recibida es el inicio o la confirmación de una amistad. ¿Por qué otras se responde con indiferencia, inconsciencia e incluso maldad? Dejando aparte la ignorancia, que tanto daño hace sin querer o queriendo, y el egoísmo, relacionado con la ignorancia, porque pone una venda en los ojos que solo saben ver lo que conviene a uno y no lo que conviene a los demás, la causa estaría en los dos grandes vicios que carcomen la vida social: la envidia y la vanidad.
Respecto a la envidia, solo recordaremos la cita de Quevedo: «La envidia está flaca porque muerde y no come». Es, sin duda, el vicio más inútil, ya que no aporta nada positivo y hace daño al envidioso y al envidiado. La vanidad al menos proporciona cierto placer al vanidoso, pero hay que recordar que es un placer efímero que puede desvanecerse con un soplo de realidad. La vanidad proyecta sobre la persona vanidosa una luz tan deslumbrante que la ciega y, por tanto, le impide ver los errores y repararlos. La persona vanidosa vive en una realidad paralela que manipula a su antojo para darse gusto. Es capaz de afirmar que A no es igual a A y de creérselo, y de pensar que los demás también se lo van a creer. Resulta inútil tratar con alguien embargado de vanidad, porque no escucha ni entiende. De ahí que no haya más que un paso del vanidoso al necio. Solo los auténticos sabios son humildes.
Como conclusión: animamos a todos nuestros lectores a practicar ese deporte de riesgo que es la ayuda espontánea y desinteresada sin esperar agradecimiento ni recompensa. Que nos baste con la satisfacción de obrar bien, de disfrutar la preciosa experiencia de dar y compartir, que supone que somos ricos en algo.
Y acabamos con una sonrisa: de los galeotes no siempre se reciben pedradas; a veces, también se reciben flores.
Ilustración: cuadro original del pintor villenense Francisco Ugeda.