(A Segismundo Lince)
La campana
atraviesa el helor de la noche.
El helor es una barrera
que corta,
y el aire un recuerdo de nubes,
de un calvario fruto de su vientre.
José y María caminan por
donde
la niebla
y por donde
el misil que desgarra la tierra.
Ese dolor que hace temblar
camino,
Iglesia,
sueños.
María y José sueñan
un refugio.
Un hogar en paz
o un lugar de escombros
que,
aunque huela a lamento,
sea su amparo.
Es la Noche,
la Celestial Noche,
y en Jàrkov hace frio.
Hace frio.
Hace frío.
Hace sombras.
Hace miedo.
Hace un sigilo
que se abraza a José,
que abraza a María,
que abraza, en su vientre, aquel Hijo.
Hoy no cantan los Ángeles gozos.
(La gélida niebla, el polvo,
la muerte).
No cantan hoy los Ángeles.
(El miedo.
El recelo.
El temor.
El demonio).
Solo Azrael osa una voz como una lamento.
Azrael y su voz de nieve:
“¡Apagad todos la tristeza,
que ha nacido el Salvador!
En la tierra del silencio”.
Y vuelve a nacer el Niño.
Esta vez (otra vez), entre los muertos.
“¡Gloria, gloria, gloria”. Llora el Ángel de la Muerte.
“Que el Niño Dios ha nacido”.
Niño de lágrimas.
Niño de esperanza.
Y el mundo se pasea sorteando soledades, campanas, estrellas…