Autora: Consuelo Jiménez de Cisneros
El Real Jardín Botánico de Madrid fue inaugurado el 17 de octubre de 1755. En este mes cumple 266 años y esta es la excusa perfecta para dedicar unas líneas a un lugar que nunca me canso de visitar y que recomiendo a todos cuantos no lo conozcan todavía.
Empezaré por recordar que mi afición a los jardines botánicos me viene de la infancia. No tenía todavía diez años cuando descubrí con mis padres el Botánico de Lisboa, llamado «Estufa fría», de donde recuerdo lo que me impresionó el cementerio de perros y otros animales de compañía que hoy llaman «mascotas« (nunca he sabido por qué). Desde entonces he recorrido otros muchos jardines botánicos en España y en el extranjero, llamándome particularmente la atención los jardines ingleses, por lo exquisitamente cuidados que se presentan y por sus generosas dimensiones. Una de mis últimas visitas a un jardín inglés (antes de la pandemia) fue al de Wisley, el más antiguo del condado de Surrey, un descubrimiento que tengo que agradecer a mi hijo Joaquín y a su mujer, Sasha, que me llevaron a verlo y a disfrutarlo. Porque los grandes Botánicos como éste albergan también obras de arte, puntos de restauración, superficies comerciales y mucho más.
El Botánico tradicional madrileño (puesto que recientemente se han creado otros en Madrid, como el Real Jardín Botánico de Alfonso XIII en la Universidad Complutense) es un lugar donde se puede comulgar con la naturaleza en un contexto de seguridad garantizada: ni suciedad, ni perros sueltos, ni exceso de gente que corra en moto o en patinete o en esos nuevos vehículos sin nombre, ya que el hecho de pagar entrada, aunque sea una ínfima cantidad, lo distingue del Retiro, de acceso libre. El Botánico resulta un jardín más reservado y recoleto, también mucho más reducido de tamaño, pero con espacio suficiente para perderse en alguno de sus sendero solitarios sin temer encuentros indeseados. Además el Botánico siempre sorprende con sus exposiciones renovadas y con el cambiante aspecto de la flora en cada momento del año.
Lo único malo del Botánico es el ruido (pues no se puede llamar música) que ponen a todo volumen en la tienda del hermoso Pabellón Villanueva, impidiendo así la entrada a quienes somos hiperestésicos y no soportamos sonidos de mala calidad que taladran los oídos y el cerebro. Inútil suplicar que se baje o se quite ese ruido, porque solo se obtendrá la zafia respuesta que da la que regenta la tienda, que, en vez de considerarla un lugar público, debe de creer que está en un garito privado donde escucha lo que se le antoja sin consideración alguna. Y no hay nadie que controle este desafuero. Un lugar como el Botánico tendría que contar con una música apropiada: no tiene por qué ser música clásica (aunque sería la más idónea); transigiría con una música de ambiente que no resultara agresiva.
Finalizo mi particular homenaje a este parque emblemático con unas pocas fotografías, de entre las muchas posibles, que nos dan una idea de lo que puede verse en nuestro Real Jardín Botánico.
1. Placa de Cervantes
En la verja exterior que da a Paseo del Prado observamos esta placa que nos recuerda que incluso antes de que se creara el Jardín Botánico, ya existía un parque de recreo en esta zona, tal como recoge Cervantes en su Viaje al Parnaso.
2. El naturalista sueco Linneo (1707-1778) preside la plaza que da acceso al Pabellón de Villanueva, sede de las exposiciones, de un agradable café exterior y de la tienda con la odiosa charanga que nadie ha logrado, hasta la fecha, enmudecer.
3. El agua de los estanques, las hermosas edificaciones, los setos bien recortados forman imágenes inolvidables del Botánico.
4. Interior del invernadero. Esta hermosa flor malva protagoniza una de las múltiples fotos que pueden tomarse en el interior del invernadero donde se alternan plantas desérticas y tropicales.
5. El naturalista Quer inicia el llamado Paseo de las Estatuas, que incluye nombres de botánicos tan relevantes como el de Cavanilles. El apellido Quer se hizo tristemente famoso por el salvaje crimen cometido contra la joven Diana Quer en 2016.
6. Lago de nenúfares. En pleno verano parece que es cuando se muestran los nenúfares en todo su esplendor. Estas llamativas flores acuáticas tan ligadas al arte y a la literatura constituyen una delicia visual a consumir sin moderación. La gente no se cansa de admirarlas.
7. De todos es conocida la colección de bonsais del Botánico. Este diminuto árbol de origen japonés nos evoca irremediablemente, al que fuera presidente del gobierno de españa Felipe González, socialista y sin embargo emparentado presuntamente con la más alta nobleza. Sus gustos aristocráticos (bonsais, diseño de joyas, buen vino…) parecen confirmarlo.
8. Fuente escondida. En un rincón repentino encontramos una fuente de agua potable con un grifo como los de antaño. Una humilde obra de arte de utilidad pública.
9. En los invernaderos observamos diferentes especies de palmeras y un cartel didáctico que nos las explica todas. Cómo no recordar aquí nuestro origen levantino y aquel verso altivo de Miguel Hernández: Alto soy de mirar a las palmeras... Y aquel otro, tierno, de Gerardo Diego: Si la palmera pudiera…
10. Esta planta de nombre extravagante (bromelia) y vivos colores forma un hábitat natural para que las ranas puedan poner sus huevos y también para que sobrevivan insectos y larvas que necesitan agua.
11. Para demostrarnos algo que ya sabemos: que las plantas no solo son decorativas, aquí tenemos la del café, una bebida ya insustituible no solo en la rutina diaria, sino en la vida social. Tomarse un café con alguien es algo más que consumir una bebida.
12. Las formas vegetales pueden parecer esculturas caprichosas cuyas siluetas nos pueden evocar muchas cosas. Aquí, el inicio de la colección de cactus del Botánico.
13. Finalizamos con una de esas perspectivas cuasi infinitas de las avenidas rectas que cruzan y conforman nuestro maravilloso Real Jardín Botánico.
Textos y fotos: Consuelo Jiménez de Cisneros. Madrid, 2021.