Autora: Consuelo Jiménez de Cisneros.
El Valle de los Caídos acaba de cumplir 64 años. Su construcción se inició al finalizar la guerra civil y concluyó en agosto de 1958, aunque se abrió al público unos meses más tarde, en abril de 1959. Fue (y todavía es, aunque quizá por poco tiempo) un monumento múltiple (abadía, iglesia-basílica y la cruz más grande del mundo) que exaltaba la reconciliación (vencedores y vencidos enterrados en una gigantesca fosa común). En su construcción participaron prisioneros que podían así rebajar sus penas y también trabajadores contratados. Grandes arquitectos y artistas (Muguruza, Méndez, Juan de Ávalos, Taborda) fueron sus diseñadores.
Ahora se propone cambiar la denominación de Valle de los Caídos por Valle de Cuelgamuros. ¿A quién puede molestar la palabra «caídos»? Es un eufemismo de «asesinados», «fusilados», «masacrados». Los hubo en los dos bandos. Están enterrados juntos en un valle que lleva su nombre. Ah, que es que ese monumento se diseñó en tiempos de Franco, así que hay que acabar con él. Vamos a destruir también los embalses, las viviendas sociales, las universidades laborales (perdón, esas ya están destruidas) y todo lo que se ha hecho durante cuarenta años de dictadura. Vamos a salirnos de la OTAN porque entramos en 1956, y todo lo que se hizo en aquellos tiempos ahora resulta que es ilegal. Yo debo de ser ilegal porque nací durante el régimen franquista. Una dictadura que cometió crímenes, cierto, pero que ya concluyó hace más de cuarenta años. Seamos sensatos: lo saludable no es seguir hurgando en la herida, sino pasar página.
Leí este verano la noticia de que el Ministerio de Cultura, subvencionado por todos los españoles, ha decidido que el Valle de los Caídos no merece ser declarado BIC (Bien de Interés Cultural). No voy a hacer relación de la larguísima lista de BICs que hay en España con muchos menos méritos de toda índole que el Valle de los Caídos. Un solo dedo de un pie de mármol de Juan de Ávalos vale más que toda la basura pseudo artística de muchos paniguados que exhiben sus instalaciones y presuntas obras de arte sin ningún valor ético ni estético en exposiciones temporales de centros prestigiosos. Declarar que el Valle de los Caídos no es una obra de arte ni merece una consideración de bien cultural es una decisión que trasluce un modo de actuar absolutamente sectario al que, por desgracia, ya nos vamos acostumbrando.
Y es que el Valle de los Caídos (todavía se llama así, si no me equivoco) parece obsesionar a quienes pretenden reescribir y manipular la historia como los antiguos cronistas a sueldo. Parece que el objetivo es «resignificarlo» (horrorosa palabreja), y ese objetivo ya está avalado por la Ley de Memoria Democrática. Se trata de despojarlo de su verdadero sentido de monumento de la reconciliación, donde hay caídos de ambos bandos puestos bajo los brazos de una cruz que inspira respeto incluso a los agnósticos, ornado por grupos escultóricos que son impresionantes y espectaculares obras de arte plantadas en medio de la naturaleza. Todo esto me lleva a evocar lo que los caídos, esa dramática palabra, significó en mi educación.
La cruz de los caídos de mi infancia alicantina, el respeto con que mi abuela me enseñó a pasar por delante de ella sin distinguir caídos de uno u otro bando porque todos eran caídos. Mi padre que me contaba cosas de la guerra sin decirme en qué bando le sucedieron (estuvo en los dos, y fue hecho prisionero en ambos). Mi madre, que contaba aquellos de «los niños no tienen color», cuando alguien acusó a unos niños recogidos de ser «rojos». Mi tía religiosa, que alguna vez me contó como una aventura cuando huyó del noviciado de Logroño saltando una tapia y se refugió en Pamplona, en casa de su padre, con otra compañera (luego supe que así se ahorraron ambas ser violadas y probablemente asesinadas).
No les ha bastado con la Memoria Histórica. Ahora, en un uso impúdico del lenguaje, han inventado lo de la Memoria Democrática, un concepto que muchos intelectuales y políticos de diverso signo -y destaco a mi admirado Andrés Trapiello- ya han puesto en solfa. Pese a ello, han conseguido aprobar una ley innecesaria y revanchista que nunca logrará cambiar la Historia, solo renombrarla, y que supone un engaño superlativo para el pueblo, el cual, en su inmensa mayoría, no tiene el menor interés en remover huesos de las fosas ni en reasignar monumentos ni en ilegalizar la historia del siglo pasado. Gástense ese dinero en atender bien a los ciudadanos, en proyectos sociales o culturales.
Deberíamos olvidarnos de la memoria, incluso por salud mental. ¿Cuándo terminará la guerra civil, que muchos creíamos acabada desde los inicios de la democracia? ¿Cuándo acabará este proceso de tergiversarlo todo, de manipular hechos incontestables? No quiero más memoria, no quiero recordar a los más de ocho mil religiosos y varios miles de seglares asesinados durante la guerra civil, algunos con crueldad extrema, solo por su fe. La inmensa mayoría murieron perdonando a sus verdugos, dando una lección de valor y de bondad infinita. Pero ni siquiera por eso quiero recordarlos. La familia de García Lorca que sufrió tan grandes y trágicas pérdidas tampoco quiso remover fosas. Miremos hacia delante. «Dejad que los muertos entierren a los muertos», dijo Jesucristo.
La Memoria Democrática, pese a lo que diga el ministro, solo funciona para los muertos de un bando. Al mártir José Antonio Primo de Rivera al que mataron solo por ser un idealista que prefirió arriesgarlo todo en vez de vivir en la comodidad de su bufete y de su rica familia, lo quieren sacar de su tumba. Cuando él, que no se consideraba ni de izquierdas ni de derechas, sería el mayor símbolo de la barbarie guerra civilista que parecía superada pero que hay quienes prefieren no superar.
La Memoria Democrática debería consistir en actuaciones como el centro de interpretación de Lorca en Granada y el de Miguel Hernández en Orihuela. Y en otros que pudieran alzarse para Muñoz Seca o Ramiro de Maeztu, todos ellos, asesinados por la barbarie cainita. En resumen, la recuperación de la memoria de los caídos relevantes, fueran de uno u otro bando. Debería consistir en construir, no en destruir.
Destruir el Valle de los Caídos es amputar una parte mi infancia, de mi memoria (sin adjetivos). Recuerdo mi primer encuentro con el Valle de los Caídos gracias a una excursión de montañismo organizada por el colegio. Recuerdo que pasé un frío horroroso porque no llevaba guantes. Recuerdo mi impresión ante las colosales figuras de Juan de Ávalos, el artista del mármol inmaculado que ahora se pretende borrar porque tuvo la desventura de trabajar durante la dictadura franquista, y entonces su arte no es arte… Sé que hay movimientos ciudadanos, pequeños, discretos, que se oponen a esta vesania. Pero claro, si se oponen a la Memoria Democrática es que son fachas… Porque la Memoria Democrática, solo por tener esas dos grandes palabras, tiene que ser algo estupendo… Cómo se engaña al pueblo.
¿Qué se puede hacer? Denunciar, aunque sea en un modesto medio como este. Mostrar nuestro absoluto y radical desacuerdo. Dejemos descansar en paz a los muertos. No removamos los huesos de nadie después de casi un siglo. Tan miserable fue el asesinato de Lorca como el de Muñoz Seca, tan repugnantes los crímenes franquistas (el llorado Lorenzo Aguirre) como los cometidos antes por los Republicanos. Con horror contaba mi madre como «pasearon» a un juez progresista en Pamplona los de derechas, y «pasearlo» era un eufemismo de llevarlo a fusilar. Un hombre de bien que tenía ideas que no coincidían con las de los otros. «Adiós, Federico», le dijo a mi abuelo con toda serenidad. Horripilante crimen, pero no menos horripilante que el de los hacendados andaluces a los que mataron delante de sus dos hijas pequeñas solo porque eran ricos, una historia cuyos detalles conozco porque una hija de aquellas niñas me lo ha contado.
No hay nada peor para un país que una guerra civil. Superemos la nuestra, perdonemos, no cultivemos el rencor ni el revanchismo, seamos personas de bien. Derribar una cruz no cambiará la historia ni el resultado de la guerra. Solo deshonrará para siempre a quien lo acometa. Siguiendo esa lógica, todos los vestigios de la historia humana deberían ser destruidos. ¿En cuál de ellos no ha habido esclavitud, abusos, una organización que choca con nuestros modernos principios? Derribemos las pirámides, el coliseo de Roma, las catedrales góticas. Vayamos a vivir a un jardín virtual, a un meta-espacio donde no seamos nada más que sombras sin identidad.
Fotos: wikimedia commons